miércoles, 14 de marzo de 2012

EL BIBLIOTECARIO DE BABEL

EN VOZ DE BORGES: SEGUNDA EDAD.

EL BIBLIOTECARIO DE BABEL

 
NUESTRO HERMOSO DEBER ES IMAGINAR QUE HAY UN LABERINTO Y UN HILO. NUNCA DAREMOS CON EL HILO. ACASO LO ENCONTRAMOS Y LO PERDEMOS EN UN ACTO DE FE, EN UNA CADENCIA, EN EL SUEÑO, EN LAS PALABRAS QUE SE LLAMAN FILOSOFIA O EN LA MERA FELICIDAD.

Foto: Jorge Luis Borges y Waldemar Verdugo Fuentes, Buenos Aires, 1973.


Jorge Luis Borges en su obra literaria intuye, y cree como Shakespeare, que la mujer y el hombre son un sueño y que de ese ensoñar como un reflejo se desprende la vida, que es una obra de arte. Lucrecio hace varios siglos predicó que desde donde uno está, parte el universo. Porque el ser humano, siendo un punto de contacto entre dos mundos, el material y el espiritual, por lo mismo contiene a ambos mundos y es en sí principio y final, Infierno y Paraíso.

   Borges cita en su cuento El Simurgh y el Águila a Plotino (Eneadas, V, 8.4.): "Todo, en el cielo inteligible; está en todas partes. Cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas y cada estrella es todas las estrellas y el sol".

   En su relato La inmortalidad, dice: "Si el tiempo es infinito, en cualquier instante estamos en el centro del tiempo. Si el Universo es infinito, el Universo es una esfera cuya circunferencia está en todas partes y el centro en ninguna. ¿Por qué no decir que este momento tiene tras de sí un pasado infinito, un ayer infinito, y por qué no pensar que este pasado pasa también por este presente? En cualquier momento estamos en el centro de una línea infinita, y en cualquier lugar del centro infinito estamos en el centro del espacio, ya que el espacio y el tiempo son infinitos".

   La lucidez con que Borges exploró la incertidumbre de la vida humana enfrentada ante la eternidad, le merece un lugar propio junto a Homero y Milton, los otros dos sabios ilustres que, como él, también fueron ciegos. La perpleja búsqueda de la luz del viejo Borges concluyó el 14 de junio de 1986, días antes de cumplir 87 años, cuando develó en Ginebra la incógnita de la muerte. Se fue a la hora cuando aún no hay colores. Fue el mejor amigo de sus amigos y creía que -como Europa- algún día Latinoamérica será una patria común: "pues han de desaparecer definitivamente las fronteras". No se consideró muy importante, intuía que la gloria de un poeta depende de la excitación o la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba en la soledad de sus bibliotecas. Pensaba que las ideas no son eternas como el mármol, sino inmortales como el bosque o el río. Fue uno de los escritores más revolucionarios del siglo XX (quizás si hay otro que se le iguale): se burló de las religiones imperantes y de casi todas las naciones, de la idea de patria y de Dios, y se rió a carcajadas del "yo", a cuyo culto se dedicó este siglo. Para él, Judas fue el verdadero redentor, porque se hizo traidor solo para que el cielo pudiera cumplir su profecía. Dijo que el género humano se divide en románticos e imbéciles, y declaró conocer ambos lados. Lector infatigable, consideraba que nada más extraordinario le había ocurrido que los libros conocidos: "Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mi me enorgullecen las que he leído".

   Empezó, como todos los artistas, siendo un genio. Luego se resignó a ser Borges. Esperó siempre la muerte, pero en verdad nunca estuvo en sus planes: "Tengo casi ochenta años y nunca he muerto, por ende, no estoy acostumbrado a hacer algo que nunca he hecho". En los tiempos que vendrán, cuando alguien que aún no ha nacido se acerque al siglo XX a través de su obra literaria, lo hará sabiendo que toca a un mago mayor del arte ("Caramba. ¿Le parece? ¿Y si se dan cuenta que soy un impostor?").

   Borges logró conjeturar, para rememorar su verbo favorito, la Biblioteca de Babel, donde, entre millones de otros libros,  yace  oculto  el tomo  infinito,  eterno, el libro de arena que leyó y pudo describirnos, porque cada vez que leemos una página suya, esa página es otra, es siempre una nueva voz la que aparece. He aquí su magia: transformación en cada relectura.

   Su obra es una forma de prisma, tal como era esa esfera de Pascal cuyo centro estaba en todas partes y su circunferencia en ninguna. Quizás por eso decidió morir en Ginebra, porque en Buenos Aires ya estaba del todo. Fue un hombre extremadamente cordial. Si alguien comenzaba a celebrar sus escritos; Borges lo interrumpía y trataba de convencer que no valían nada, porque consideraba que el éxito o el fracaso de sus textos poco importa, era algo ajeno al autor mismo.

   Tenía el encanto del buen humor. En cuanto se decidía a hablar le brotaban ingeniosas ocurrencias, ante notables o desconocidos. Mientras escribo esto lo recuerdo diciendo chistes en el Café de la Galería del Este, frente a su departamento en la calle Maipú de Buenos Aires, donde lo acompañé a veces. Al llegar, invariablemente alguien le preguntaba:

   -"¿Cómo va su vista?". Y él respondía:

   -"Muy mal, gracias". Cierto día, alguien que pasaba le gritó: "¡Adiós maestro!", él, volviéndose, dijo "Vaya, vaya, esta persona me debe haber confundido con algún director de orquesta".

   Nunca se preocupaba por enterarse de quién era su auditorio, simplemente, a quien estuviera acompañándolo lo hacía sentirse cómodo, por eso se convirtió en un personaje tan popular y suele aparecer fotografiado con niños que venden diarios lo mismo que con deportistas y actrices de moda en su época, o del brazo de la persona que le traía el café. Que se sepa, sólo despreciaba a los políticos: "porque utilizan los sentimientos de las personas y manipulan".

   En el Café del Este le eran especialmente adictos los escritores jóvenes, y gente de teatro. Allí veía a Marilina Ross, que había terminado de filmar "La Raulito", bellísima, solía llevar una gran capa negra. En una época estaba en Buenos Aires Nuria Espert, la vimos haciendo Yerma: estuvo una mañana a ver a Borges y tuve la suerte de acompañarlo a la función; a él le pareció fantástico oír decir a García Lorca desde lo alto, con los personajes descolgándose por una red colosal. Yo estaba enamorado de Soledad Silveyra y, privadamente, Borges me hacía bromas al respecto. En la vida real ella se llamaba María Inés. La situación nos acongojaba y él compartía plenamente la historia: ella preparaba una canasta con comida y nos íbamos los tres varias horas a sentarnos en alguna orilla del río por las riberas de Buenos Aires. A él nunca dejaban de causarle gracia las experiencias humanas. Si alguna vez nos aconsejó, entonces, fue a ser discretos y a tomarlo todo con un gran sentido del humor. A María Inés, luego, no la vi nunca más en mi vida; pero, sé, que cada vez que escuche hablar de Borges también escuchará en la distancia el rumor de un gran amor, que como todos los grandes amores tuvo que terminar un día... El departamento que ocupé en Buenos Aires era minúsculo y formaba, en realidad, parte de toda una planta que estaba en la calle Lavalle, en un segundo piso, junto al cine Lavalle y con mi ventana justo enfrente del enorme letrero de neón del Select que llenaba mi habitación de luces de colores intermitentes; era un espacio de varios departamentos cuya dueña, bailarina del teatro Colón, arrendaba principalmente a jóvenes de Uruguay, de donde era originaria. Entre quienes residían allí, vivía entonces Estrella María, recién llegada de Montevideo para estudiar canto en el Conservatorio de  Buenos Aires,   y  que en el  tiempo libre hacía realidad al único deseo de su corazón: ser cantante de tangos, que era lo que, en verdad, la había traído a la ciudad. Hoy, Estrellita es seguramente la intérprete más excelsa del tango en su país. En esa época éramos jóvenes y llenos de sueños y sólo queríamos aprender. Muchas veces, después de nuestras clases en el Conservatorio donde seguía literatura y Borges siempre accedía a enseñarnos, íbamos luego a alguna tanguería donde Estrella María nos regalaba sus canciones que a él emocionaban.

   Cierto día, amanecí mal de la garganta y le pedí llamar al viejo Borges excusándome de ir a buscarle, según habíamos convenido. Para mi tremenda sorpresa, a media mañana, Estrellita entró a mi habitación con Borges del brazo: había venido a dejarme unas naranjas que traía religiosamente en una bolsa de papel café; mandó a comprar pizza, él se sirvió té y ella le cantó a capela sus tangos amados: Sur, El último café, Don Juan, Desencuentro (que a Borges causaba mucha gracia cuando dice eso de: "qué desencuentro, si hasta Dios está llorando")... cuando ella, que comenzaba su excepcional carrera con muchos sacrificios, días después, trabajó en un lugar que había en calle Corrientes, el "Bambú", fuimos una noche a verla con Borges; y todos estaban encantados con la presencia ya mítica entonces del escritor. Años después, cuando Estrellita debutó finalmente con Edmundo Rivero en el "Viejo Almacén", allí estaba el escritor con un grupo de amigos, aunque, en verdad, no era excepcionalmente asiduo a las tanguerías.

   Lo cierto es que todo el mundo ha llegado a identificarse con Borges: en Estados Unidos es ovacionado en cada una de sus charlas; desde la década de 1960 es aplaudido y escuchado en silencio por los mismos estudiantes que en Harvard quemaban edificios y ultrajaban a los otros profesores durante los magnos eventos de la época. Los jóvenes terroristas se encantaron con él, con su personalidad impredecible. ¿Cómo explicar que los fanáticos se pusieran de pie para aplaudir a un hombre que representaba todo lo contrario de Marx, Mao o Mc-Luhan, que adoraban? Si alguna vez se ha visto unida a la masa estudiantil de la Universidad de Nueva York, fue cuando pidieron que se bautizara con el nombre de Borges su Biblioteca central. En verdad, desata fuertes pasiones. Los estructuralistas se le rinden. Como Borges ha declarado que un poeta es un simple agente de la actividad del lenguaje, que en realidad un poema se hace solo pues es una estructura combinada por una tradición de palabras, y en la dedicatoria de su Obra Poética ha escrito: "Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor", entonces, los estructuralistas se derriten por él.

   Para quienes creen en el budismo, Borges es budista; ¿no dice acaso que la persona se disuelve en un mundo sin tiempo? Para los que caminan en el sendero del Tao, Borges es taoísta. "¿Hay allí al costado una luz? -suele preguntar- ¿es una luz amarilla?". En su Elogio de la sombra escribió: "El proceso del tiempo es una trama de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya roto. Nadie merece tal milagro". Y parece taoísta, no siendo al ser; ¿acaso no fue él quien popularizó aquel antiguo texto de Chuang-Tsze a propósito del hombre que sueña ser una mariposa y que, al despertar, no sabe si soñó ser una mariposa o si es ahora una mariposa que sueña ser un hombre? ¿Y, acaso no ha declarado que después del taoísmo no buscó nada en su vida?

   Para quienes creen en Confucio o siguen el Zen, Borges es otro gurú. Los del New Age, Milenarismo y otros le aman. Para los aristócratas, pertenece a su clase y es uno más de ellos (aunque Borges es un hombre modesto que vive de lo que gana con sus conferencias, su jubilación y los exiguos derechos de sus libros). Los comunistas también, en un momento histórico argentino, lo llegaron a saludar como si fuera uno de los suyos: han contado con su firma para presionar intentando aclarar la   suerte de los desaparecidos bajo regímenes totalitarios argentinos, además ¿acaso no corroe con sus ironías el orden burgués?

   Algunos dictadores y gobiernos militares lo reverenciaron oficialmente, aunque él dijera que los militares no son educados para pensar sino para obedecer, o "suponer que un gobierno de militares pueda ser eficaz, es tan absurdo como suponer que pueda ser eficaz un gobierno de buzos". Cuando se le cuestionó en su país que hubiera ido a comer cierta vez con el general Raúl Videla, y luego en Chile que aceptara una medalla del general Augusto Pinochet, Borges respondió, en ambos casos, que había aceptado "para no quedar como un desatento: Por cortesía".

   También los anarquistas están convencidos que Borges es uno de los suyos, debe serlo pues es un hombre al que agobia la soledad y que se dice perdido en un universo absurdo, una especie de minotauro desorientado en su propio laberinto. Para los freudianos también es uno de ellos, ¿acaso no elabora como nadie los sueños? Otro alto autor argentino, Ernesto Sábato, llega a dirigirse a él así: "A usted, heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios hipostáticos, mezcla de Asia Menor y Palermo, de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fierro. A usted Borges, ante todo, lo veo como un gran poeta. Y luego: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil, inmortal..."

   El pueblo lo ama y en las calle le hablan como a un antiguo conocido; primero por su imagen amable de Quijote ciego, actitud que terminó por convertirlo en una leyenda, y la leyenda es patrimonio de todos. Luego, ¿no  dignificó, acaso, la milonga, los orilleros y el conventillo? Para otros, por su oficio es un idealista, un humanista, un iconoclasta, un mitómano, un perdido o un amigo en el sendero. Los judíos, halagados por su interés en la ciencia cabalística, exaltan un remoto antepasado rabino en su árbol genealógico. El mismo es todos y ninguno al mismo tiempo. Hay un Borges que escribe y otro que se deja escribir. Lo cierto es que si pudo soñar una letra mágica, la Aleph, imaginársela, es porque en sí mismo existe "un lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos".

   Para excitar sus recuerdos de Beatriz Elena Viterbo, una mujer única, alta, frágil, deliciosa, muerta el 30 de abril de 1929, Borges visitaba todos los años, el día del triste aniversario, la casa donde ella vivió en compañía de su padre y de su primo hermano, Carlos Argentino Daneri. Es una costumbre que perdura hasta 1943, en que, demolida la casa con profundo pesar de Carlos Argentino (dolor aliviado seguramente por la obtención del segundo Premio Nacional de Literatura), el amigo evocador de Beatriz teme no poder librarse en lo sucesivo de la angustiosa obsesión de acudir siempre, con inútil afán, al lugar en donde estuvo el inmueble, sobre todo porque allí fue donde conoció la Aleph. Pero la resignación y el olvido realizaron su obra corrosiva y la tranquilidad hubo de volver a su espíritu, no obstante que eran tardes, aquellas de sus 30 de abril conmemorativos, plenas de íntimas sensaciones y de retratos: Beatriz con antifaz en un carnaval, Beatriz el día de su boda con Alberto Alessandri, Beatriz en una cena en el Club Hípico, Beatriz poco después de su divorcio... Carlos Argentino Daneri, "rosado, considerable, canoso, de labios finos", era, en rigor, un espíritu trivial, aunque apasionado; gesticulaba mucho y hacía versos, teniendo entre sus trabajos poéticos asuntos de gran envergadura, como aquel poema que titulaba La Tierra, en que describía el planeta embutiendo en el texto frecuentísimas muestras de su extensa cultura, "prestigiando" a la par su inspiración épico-lírica y el sentido universal de su obra: "Tal vez estaba loco", llegó a creer el fiel amigo de Beatriz, por un cierto 30 de abril, en que Carlos Argentino lo dejó encerrado en el oscuro sótano de la casa y en una postura incómoda, para que observase cierta rara maravilla. Cuando Argentino cerró la trampa, Borges, sumido en las tinieblas, pensó, súbitamente aterrado, que acaso el poeta tenía el propósito de dejarle morir en aquel subterráneo, para lo cual, antes de bajarlo, lo había preparado razonablemente, narcotizándolo con una copa de coñac del país. Pero pronto se tranquilizó, al ver, en efecto, y tal como se lo describía Carlos, el prodigio: era una pequeña esfera de dos o tres centímetros, tornasolada, de increíble luminosidad, llena de espectáculos vertiginosos, continente de todo el espacio cósmico, en la que cada cosa podía verse desde todos los puntos del universo. Borges vio allí la poética unidad de cuanto en el mundo existe: el mar, el alba, la tarde, las muchachas de América; Londres en forma de laberinto roto, las baldosas de un patio remoto en su memoria, vapor de agua, un campo de magueyes, convexos desiertos, una mujer inolvidable, un poniente en Querétaro, tigres, sombras oblicuas, espejos, una playa del mar Caspio, cartas obscenas que Beatriz había escrito a Carlos Argentino, dos lobos amándose en un amanecer, la circulación de su propia sangre; en fin, en la esfera vio el enorme universo. Cuando el espectador de tan pasmosa magia acierta a levantarse, oye a Argentino que bromeaba ubicado en el punto mas alto del  subterráneo, y le preguntaba si hubo visto bien todo, en colores: "Si", responde Borges; dice que estaba realmente formidable todo y le agradece la hospitalidad de su subterráneo. Pero le aconseja que aproveche que van a demoler la casa para alejarse de la gran urbe y marcharse al campo, "ya que todos dicen que el campo rehace la salud". Respecto a la esfera maravillosa, se negó en absoluto a discutir.

   La Aleph, es la primera letra del alfabeto hebreo: no puede ser articulada pero es la raíz, el principio, de todo lo articulado. Incluye a todas las otras letras. Suma toda posible comunicación humana, toda expresión del universo, es la vida misma. Los cabalistas dicen que encierra en su forma todo lo que se ve y todo lo que no se ve. Es tan poderosa su fuerza que cuando Dios entrega los Mandamientos, la Aleph de Anokhi, "yo", la concluye demasiado abrumadora para el pueblo, y debe Moisés, por la inspiración divina, dictar los preceptos en una estructuración humana del lenguaje de Dios. De lo que deducen que las letras no sólo sirven como medio de comunicación sino que también son energía pura, cuya mayor intensidad se da, por lo tanto, en la Aleph.

   En el Zohar o Libro del Esplendor, un tratado de filosofía cabalística de autor desconocido que se cree fue escrito entre el siglo III y el IV de nuestra era, se lee que las letras que responden a la forma gráfica de la Aleph se refieren a los elementos fuego, agua y aire. En la misma introducción de esta obra, se narra una lucha entre todas las letras para obtener el honor de ser la primera letra; al fin ocupa este sitio la Aleph, porque encierra "el secreto de arriba y de abajo y todos los misterios de la fe dependen de ella. Por eso es su valor uno. Todo es Aleph. Mientras esta letra flotaba por los aires, unos mil cien  mundos  se dividieron para ser contenidos en ella. Y las otras letras fueron modeladas a partir de ella y ella se coronó con una corona formada por todos los mundos".

   Pregunté a Borges por el diseño gráfico con que él ubicaría una Aleph y dijo que esta letra tenía la forma de un hombre suspendido en el aire, con sus brazos extendidos: uno apuntando a las estrellas y el otro a la Tierra. El solía comentar que su cuento El Aleph era "nada más que una historia de amor, escrita como excusa para nombrar a Beatriz Elena Viterbo", una mujer que realmente existió en su vida y a la que él amó sin esperanza:

   "Tuve que escribir de ella para matar su recuerdo. O su recuerdo me iba a matar a mí". En efecto, quien lee el cuento, la primera información que recibe es la de la muerte de Beatriz, circunstancia que se transmuta en una senda de conocimiento que va del amor quebrado a una revelación superior; de la angustiosa soledad en que Borges queda luego de ser rechazado florece un aprendizaje espiritual:

   "Su desprecio me hirió de un modo intenso y profundo, pero ciertamente efímero: no podemos seguir amando a una persona que evidentemente no nos ama. A lo más es posible llegar a admirarla sobre la base de que esa mujer no nos ama porque uno se da cuenta que no es digno de ser amado, pero seguirla amando sería una forma de suicidio. Yo creo que desde el momento en que una mujer nos ha rechazado, empieza a producirse en la vida un fenómeno que es muy doloroso, pero que va borrando la herida y también el sentimiento; y uno debe tratar de pensar que efectivamente están borrándose". El vacío que la ausencia de ella le deja confirma un sin sentido más amplio: el mundo ahora es un espectro, una serie de sustituciones y parodias pues todo ha perdido valor y significado, todo en su vida comienza a flaquear, incluyendo su memoria, que le flaquea hasta el punto de que va olvidando los rasgos de Beatriz Elena Viterbo.

   De la literatura fantástica, que Borges explora sabiamente, considera como "insospechados y mayores maestros del género" a los filósofos griegos Parménides y Platón, a los medioevales Juan Escoto Erígena y Alberto Magno, y a los modernos Spinoza, Leibniz y Kant. Expresa que del mundo sólo merecen rescatarse la belleza y la inteligencia, "porque ellas nos permiten acercarnos a la felicidad, divisarla, sentirla inminente". Solo esta convicción mantiene en toda su obra, desarrollada como nítida arquitectura, transparente, como vivo reproche a la dispersión y con absoluta precisión en su lenguaje (aunque la palabra "absoluta" le molesta).

   Cultiva tres géneros: el ensayo, la poesía y el cuento, género este último en que se destaca francamente. Como ocurre con ciertos cuentos de Edgar Allan Poe o de Franz Kafka, los de Borges están edificados pacientemente, con todos los recursos de la literatura, en que las circunstancias, la angustia inicial, los efectos de sorpresa, van combinándose para producir una sensación de creciente miedo, ironía y piedad ante el avance incontenible de las fuerzas monstruosas que usa, la fuerza de lo irreal, del instante supremo que separa al día de la noche. El mundo de los cuentos de Borges es un inquietante y atrayente caos:

   "...negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Creo que no pasa un solo día en mi vida en que yo no haya estado alguna vez en el Infierno. Nuestro destino (a diferencia del Infierno de Swedenborg  y del Infierno de la  mitología tibetana)  no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo desgraciadamente es real; yo desgraciadamente soy Borges".

   Una inteligencia como la de Borges sólo se posee por fatalismo; se debe a un Hado que la determina y que además anula la libertad y la casualidad. Él lo sabe y se angustia: "Si yo fuera valiente me suicidaría, pero he esperado tanto tiempo que es cuestión de jugar un rato más y que el tiempo me suicide". La celebridad de que goza la explica "nada más como una suma de malentendidos". Una biografía suya, que tuve el honor de mecanografiarle en su momento, y que registra la Enciclopedia Sudamericana (Editorial Emecé), publicada en Santiago de Chile el año 2074, lo recuerda así:

   "Borges, José Francisco Isidoro Luis: Autor y autodidacta, nacido en la ciudad de Buenos Aires, a la sazón capital de la Argentina, en 1899. La fecha de su muerte se ignora, ya que los periódicos, género literario de la época, desaparecieron durante los magnos conflictos que los historiadores locales ahora compendian. Su padre era profesor de sicología. Fue hermano de Norah Borges, q.v.

   “Sus preferencias fueron la literatura, la filosofía y la ética. Prueba de lo primero es lo que nos ha llegado de su labor, que sin embargo deja entrever ciertas incurables limitaciones. Por ejemplo, no acabó de gustar de las  letras hispánicas, pese al hábito de Quevedo. Fue partidario de la tesis de su amigo Luis Rosales, que argüía que el autor de los inexplicables Trabajos de Persiles y Segismunda no pudo haber escrito el Quijote. Esta novela, por lo demás, fue una de las pocas que merecieron la indulgencia de Borges, otras fueron las de Voltaire, las de Stevenson, las de Conrad y las de Eça de Queiroz. Se complacía en los cuentos, rasgo que nos recuerda el fallo de Poe: 'There is no such thing as a long poem', que confirman los usos de la poesía de ciertas naciones orientales. En lo que se refiere a la metafísica, bástenos recordar cierta Clave de Baruch Spinoza, 1975. Dictó cátedras en las universidades de Buenos Aires, de Texas y de Harvard, sin otro título oficial que un vago bachillerato ginebrino que la crítica sigue pesquisando.

   “Fue doctor honoris causa de Cuyo y de Oxford. Una tradición repite que en los exámenes no formulaba jamás una pregunta y que invitaba a los alumnos a elegir y considerar un aspecto cualquiera del tema. No exigía fechas, alegando que él mismo las ignoraba. Abominaba de la bibliografía, que aleja de las fuentes al estudiante y le hace perder tiempo.

   "Le agradaba pertenecer a la burguesía, atestiguada por su nombre. La plebe y la aristocracia, devotas del dinero, del juego, de los deportes, del nacionalismo, del éxito y de la publicidad, le parecían casi idénticas. Hacia 1960 se afilió al Partido Conservador, porque (decía) "es sin dudas el único que no puede suscitar fanatismos".

   "El renombre de que Borges gozó durante su vida, documentado por un cúmulo de monografías y de polémicas, no deja de asombrarnos ahora. Nos consta que el  primer asombrado fue él y que siempre temió que lo declararan un impostor o un chapucero o una singular mezcla de ambos. Indagaremos las razones de ese renombre, que hoy resulta misterioso. Pensaba que el valor es una de las pocas virtudes de que son capaces los hombres, pero su culto lo llevó, como a otros, a la veneración atolondrada de los hombres del hampa. Así, el más leído de sus cuentos fue Hombre de la esquina rosada, cuyo narrador es un asesino.

   "La gente culta no podía gozar de sus espectáculos con la conciencia tranquila. Es perdonable que aplaudieran a quienes les autorizaba ese gusto. Su secreto y acaso inconsciente afán fue tramar la mitología de un Buenos Aires que jamás existió.

   "¿Sintió Borges alguna vez la discordia íntima de su suerte? Sospechamos que sí. Descreyó del libre albedrío y le complacía repetir esta sentencia de Carlyle: La historia universal es un texto que estamos obligados a leer y a escribir incesantemente y en el cual también nos escriben..."

   ¿Cómo surge el mundo de Borges? Nació el 24 de agosto de 1899, en el seno de una familia aristócrata empobrecida. Le agrada recordar que tuvo antepasados que pelearon por la independencia de Argentina y a una abuela inglesa "de Northumberland, North Country Yard, frontera con Escocia, la tierra de la guerra con los escoceses y con los daneses; era una mujer reservada". Su padre, Jorge Guillermo Borges Haslam, fue abogado y ejerció el magisterio en una escuela normal de lenguas vivas; daba sus cursos en inglés siguiendo el manual de William James. "La biblioteca de mi padre fue el descubrimiento más asombroso de mi niñez". Su madre, Leonor Acevedo Suárez, descendía de una familia con raíces en Argentina y Uruguay; en una época fue encarcelada por criticar en público al gobierno del general Juan Domingo Perón: "Mi madre fue mi mayor crítico y he sometido a su consideración toda mi obra anterior a su muerte, en 1975. Indudablemente confiaba en su criterio pues era una mujer inteligente. Nunca, eso sí, estuvo de acuerdo con mis obras en colaboración... le puedo decir que su presencia ha motivado mi vida entera".

    La leyenda coincide en que a los siete años, Jorge Luis Borges escribe en inglés un resumen de la mitología griega, y, a los ocho, su primer cuento, La visera fatal, que plagia de un episodio del Quijote. Tiene nueve años cuando traduce El Príncipe feliz, de Oscar Wilde, que publica un periódico de la época. Después de haber estudiado en su casa con una institutriz, ingresa en cuarto grado en una escuela primaria del Estado. Allí despierta violentas reacciones entre sus compañeros por su vestimenta (usaba cuello alto estilo Eton), por su miopía (llevaba anteojos con gruesos vidrios) y por su exacerbada inteligencia, con la que cubría su falta de destreza física. A los trece años publica su primer cuento, El rey de la selva, bajo el seudónimo de "Nemo". Unos meses después, su padre se jubila debido a su avanzada ceguera, y decide llevarse a su familia temporalmente a Europa, que en aquella época era más económica para vivir que Sudamérica.

   Visitan fugazmente Londres y París y se instalan en Suiza, país neutral, debido al estallido de la primera guerra mundial. Borges inicia su bachillerato en el Lycée Jean Calvin de Ginebra, allí aprende francés y latín en una cordial atmósfera, iniciando su contacto con la razón razonante que impactará su futura obra.

   Vidente, como todo artista, deja huellas imborrables en él asistir a las tragedias íntimas de la guerra en un país neutral, y hurga en las manifestaciones literarias de los desterrados, entre los cuales estaban desde Lenin y Trotski, y el marxismo, hasta el dadaísmo de Tristan Tzara, que residía entre Ginebra, Berna y Lausana; del caos lexicográfico de James Joyce, en aquellos años profesor de idiomas de Zurich, a los fantasmas de Rilke, Kafka y Chesterton.

   Dice: "Yo quiero mucho a Suiza. Para mí, es un país utópico. Cuando me solicitan algún juicio sobre literatura, lo que denota una gran ingenuidad en las personas que lo hacen, siempre aplico una cierta idea ética, moral; lo que es muy suizo, ya que ellos son alemanes, franceses, italianos, y han decidido olvidar esa diferencia: son suizos. Hay gente que los acusa de sordidez, de guardar el dinero de cualquiera, sin embargo no es un país de millonarios. Es un país de clase media. Además, le debemos a individuos como el pintor Paul Klee o el alquimista Paracellso. Hodler era ginebrino. Amiel era ginebrino. Rousseau era ginebrino. Jung era de Zurich. Konrad Meyer también era suizo. O sea que no es un país mediocre, incluso geográficamente está constituido por elevadas cumbres. He vivido cinco años en Suiza, y no recuerdo dos ciudades iguales, tampoco recuerdo dos esquinas iguales, cada esquina es individual. Son muy personales. Yo me siento ciudadano de Ginebra; Ginebra es una de mis patrias. Quizás con Buenos Aires, con Montevideo, con Austin, mis mas queridas patrias. Si muriera en una de estas ciudades, moriría en mi patria. Ginebra me parece mucho mejor que París; usted entenderá que la ciudad en que uno se hace hombrecito es una ciudad inolvidable; además, en Suiza aprendí idiomas  que no eran los míos.  Descubrí los poetas expresionistas, descubrí la poesía de Kipling, y a De Quincey, y fui devoto -hoy me parece rarísimo- de Baudelaire: sabía de memoria Las flores del mal. Ahora me parecen cursis, ¿no?, pero entonces no lo creía así. En Suiza descubrí a Walt Whitman. Luego traduje el Canto de mí mismo, que algunos recuerdan como Canto a mí mismo, lo que pone una expresión demasiado vanidosa en la boca de un hombre que era de por si modesto. Algunos suponen que también traduje un poema suyo llamado Cuando las lilas estaban en flor, pero no es así. Es extraño darse cuenta de que a pesar de los muchos años que han pasado desde que Whitman trajo su obra a la existencia, aún siga tan vivo entre nosotros; creo que lo que más lo actualiza es que ha sido imitado..."

   En Ginebra, Borges escribe poemas en francés que se han perdido. Lee mucho a los filósofos más populares de entonces: Schopenhauer, Nietzsche y Fritz Mauthner. Se entusiasma con Heine y descubre el libro El Golem (editado en 1915), la caótica novela de Gustav Meyrink, de la que adoptará algunos de sus temas: el problema del doble, la búsqueda del conocimiento mágico, lo fantástico en la vida cotidiana. "El primer libro en prosa que leí completo en alemán fue Der Golem, aunque había intentado antes, tontamente, leer la Crítica de la razón pura, sin lograrlo, porque Kant no puede leerse de ninguna manera; jamás he encontrado un escritor que adolezca de tanta dureza, frases tan largas como las suyas... de modo que Der Golem fue, por lo tanto, el primer libro en alemán que leí completo. Se nota, ¿no?".

   De acuerdo a los libros antiguos, el vocablo "gólem" (que acentuamos en singular y plural para dar énfasis a la pronunciación, aunque la grafía más antigua no lleva acento pintado), voz que nos llega especialmente por el folklore judío, significa algo amorfo, una sustancia indeterminada, en estado de embrión. El gólem más popular de nuestra época es Frankenstein, que se nos hizo familiar a partir del cine, que recrea, primero, la novela famosa de Mary Shelley, y luego nos entrega una larga lista de variaciones que, hasta ahora, se hacen del tema. Frankenstein es la historia de un cuerpo hecho a partir de restos de otros cuerpos, mas fluido eléctrico; y plantea un problema de enorme significación ética. Porque si para los textos religiosos que narran el origen del hombre, el Hacedor puede ser Dios o varios dioses, ahora el que hace es un hombre dotado de determinada inteligencia, con ciertas cualidades en general más inclinadas al campo de la ciencia. Es de enorme significación que ahora el Hacedor sea un hombre y no un dios. Esto, pensando que la creación de vida es o debiera ser privilegio de Dios, considerándose, hasta ahora, un acto de soberbia pretender crear la vida recurriendo a medios artificiosos.

   Hoy, el gólem puede emparentarse con la figura de un robot cibernético, o con la memoria que despertamos cada vez que encendemos la computadora. En que los conceptos de imagen y semejanza no comprenden necesariamente similitudes externas, de fisonomía: muchas veces incluyen únicamente igualdad de facultades. Así la mayoría de los gólem cibernéticos carece de un aspecto físico similar a nosotros. Reproducimos, aumentadas en potencia, ciertas facultades humanas, como, además de la memoria, nuestra capacidad combinatoria de la mente, pero generalmente no se ha ensayado a la máquina con forma de hombre. Mejor se intenta la miniaturización electrónica para, cada día hacer mejor nuestro cuerpo,  más perfecto,  a partir de adaptar la máquina a nosotros, no adaptarnos nosotros a la máquina, a lo que seguramente llevaría el camino contrario, territorio de la ficción.

   Sin embargo, gólem con nuestra forma humana se han hecho a manera experimental, con fines específicos, en que se da énfasis a la perfección de sus brazos, por ejemplo, si se quiere para explotarlos manualmente. Por supuesto que la vida artificial, en el momento en que se encuentra la ciencia, está en un punto de encuentro entre la cibernética y la biología.

   Autores contemporáneos llegan a hablar de nuevas especies que existen dentro de las computadoras y cuyo ADN es digital. En todo caso, la posibilidad cierta de la ciencia hoy día hace posible la realidad del gólem, más allá de las leyendas que han rodeado desde antes al vocablo que anuncia al hombre inventado.

   Sólo digamos que si Adán, el primer hombre de la tradición hebrea, fue constituido de barro y un soplo por Dios, en nuestra América, entre los mayas los dioses crearon a los primeros seres humanos con lodo, y luego con madera, pero no quedan satisfechos, y deciden aplicar lo que había en cantidad: el maíz. Así, al fin amasada con maíz, la sustancia primordial del universo en las culturas mesoamericanas, sólo entonces el gólem  cobra vida.

   En Chile, de acuerdo a nuestra tradición del Sur, Llituche es la pareja a la que se atribuye el origen de la humanidad. Llituche significa "gente que comenzó". El mito dice que comenzamos de un compuesto basado en las propiedades de unas doce hierbas medicinales, imposibles de identificar actualmente por no haberse conservado el nombre vulgar de las mismas. Sin embargo, en recuerdo de entonces, quedó  viviendo entre nosotros un Espíritu benefactor, el Ngumalillahuen, que protege la vida de las personas sin que se lo llame, y a cuyo servicio están las numerosas hierbas medicinales. Son gólem hechos a imagen y semejanza de nuestros sueños.

   En la novela Der Golem de Gustav Meyrink que menciona Borges, el gólem es vivificado por invocaciones divinas. Horacio Quiroga en El Hombre Artificial crea su gólem animado por la energía que produce el sufrimiento de indigentes que son torturados. La relación entre el creador y su criatura también obedece a distintas visiones, determinadas por el éxito o fracaso de los fines perseguidos por el hacedor al fabricar la obra. Generalmente el gólem se rebela contra el que le infundió vida.

   En Las ruinas circulares, para Borges el creador es un hombre dotado de ciertos poderes: un mago; la materia del gólem es "aquella incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños", animada por invocaciones divinas y el fuego. La invocación como motivo frecuente en la obra de Borges, canta a la grandeza de las palabras, que no son símbolos arbitrarios sino parte vital de lo que definen. En su poema propiamente llamado El Gólem, en el primer cuarteto Borges remite a uno de los diálogos de Platón, el Cratilo, en el cual se discute si el vínculo que existe entre las palabras y las cosas es arbitrario o motivado. Afirmando una de las respuestas posibles, la de que "el nombre es arquetipo de la cosa", infiere que debe haber un significado verbal que cifre la Obra del Hacedor. El rabino Judá León, héroe del poema, busca esa misteriosa palabra combinando letras, hasta que da con el nombre secreto de Dios y lo pronuncia frente a un muñeco que él mismo había fabricado de un modo precario.

   Tanto en el poema, escrito en  1958, como en el  cuento escrito 18 años antes, Borges sienta ciertas pautas: la creación de un ser artificial por un hombre magnífico, la invocación mágica para animarle, el carácter irreal del gólem y la certeza de haber creado a un ser inferior. Quien habla en el poema se refiere al gólem como a un simulacro, algo no originario, lo que se manifiesta como copia deficiente, un remedo, una inútil e imperfecta repetición; en latín, simulacro significa representación figurada, imagen, copia; pero además quiere decir fantasma, espectro, sombra; en el cuento, el mago teme que su "hijo" descubra "su condición de mero simulacro". En el poema, el gólem imita a su dios, que es el rabino, ejecutando "idénticos ritos". La "salida borgeana" la constituye la idea de que el creador es de la misma condición que la criatura. En el cuento, al fin el Hacedor es también un gólem, un ser imperfecto como su creación; pagando en las últimas líneas la vanidad de creerse otro siendo el mismo:

   "No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo!... Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo".

   En el poema, mientras el rabino Judá León contempla a su gólem "con ternura y con algún horror", y se lamenta de haber creado a un hijo deficiente, Dios lo observa, y piensa lo mismo sobre su propia creación. Para algunos, el hombre es un gólem de Dios, para otros, como Nietzsche, Dios es un gólem de los hombres. Preguntar a Borges con cuál de estas dos posturas está de acuerdo no es pertinente, pues para él, la filosofía es una rama de la literatura fantástica.

   Cuando termina la guerra, los Borges pasan de vuelta a Londres y luego viajan a España. Después de una fugaz estancia en Barcelona, se radican en Mallorca. Perfecciona su latín en Valdemosa y escribe dos libros que nunca serán publicados, Los ritmos rojos (poemas en que exalta la revolución rusa) y Los naipes del tahúr (ensayos a la manera de Pío Baroja). Luego de un año en Mallorca, los Borges se trasladan a Sevilla, donde él se une a un grupo de jóvenes poetas de vanguardia, los Ultraístas, en que destacaba Vicente Huidobro. Colabora en las revistas Grecia, Cosmópolis y Ultra.

   Se traslada con su familia a Madrid y conoce a un personaje fundamental en su carrera literaria: Rafael Cansinos Asséns. "El ultraísmo era un grupo que había nacido por una idea suya. Cansinos Asséns pedía a Dios que no hubiera tanta belleza. Buen número de personas han pedido a Dios que elimine la pobreza, la amargura, las cosas lamentables, pero él pedía que no hubiese tanta belleza". En la capital de España también conoce a Ramón Gómez de la Serna y se vuelve amigo de Guillermo de Torre, quien llegará a casarse con su hermana Norah. Por esta época, Borges lee a Quevedo, Góngora, Gracián, Villarroel, Unamuno y los Machado. Por Quevedo me llegó una frase de Séneca que impactó mi vida entera: Fugue multitudem, fugue paquitatem, fugue unum; que Quevedo tradujo como 'Huye de los muchos, huye de los pocos, huye del solitario'. Esta frase trasciende la simple letra, porque finalmente uno puede llegar a ser el solitario, por lo tanto, nos enseña que se debe también huir de uno mismo. Es curioso que durante su existencia Quevedo viviera totalmente ignorante de su época; no supo o no se dio cuenta del protestantismo, por ejemplo, que era un suceso importante, tal como el descubrimiento de América, que pasó inadvertido para él; tiene más invenciones y recursos verbales que Góngora, pero hay quienes prefieren  a este  último  por sus  metáforas.

   "En verdad, para mi la metáfora no es importante. En cuanto a los Machado, no me cabe duda que Manuel es muy superior a Antonio. En Antonio Machado siempre puede notarse al hombre de Andalucía que se esfuerza por parecer un español castellano, que abunda en nombres de lugares para identificarse. Sin pensar que las posiciones políticas sean fundamentales, no tengo temor en decir que influyó notablemente el hecho de que Manuel era franquista y Antonio un republicano, aunque no es honesto analizar a un poeta por su credo político. Entre los hermanos Machado y Unamuno, incluso Azorín, sin duda que el mejor de ellos es Unamuno. Fue ese tiempo en España -sigue Borges- muy importante para Borges. En el invierno de 1919-1920, en Sevilla, vimos nuestro primer poema en letras de molde, en Grecia, en su número de Diciembre. Se llamó Himno al mar, donde hacíamos grandes esfuerzos para ser como Whitman:

"¡Oh mar! ¡Oh mito! ¡Oh sol! ¡Oh largo lecho!                                                                          
Y sé por que te amo. Sé que somos muy viejos                                                                  
que ambos nos conocemos desde siglos...                                                                             
¡Oh proteico! Yo he sabido de ti.                                                                                     
¡Ambos encadenados y nómadas;                                                                                      
ambos como una sed intensa de estrellas;                                                                       
ambos con esperanzas y desengaños!..."

   Un año después los Borges regresan a Buenos Aires. En 1921 la capital de Argentina era una verdadera cosmópolis; se daban cita allí gentes de las más diversas procedencias. Convivían entre antagónicas costumbres,  teorías y diversas escuelas artísticas y sociales. Sus prensas publicaban periódicos en castellano, italiano, francés, alemán, inglés, yidish, árabe, polaco... la cultura era un círculo vertiginoso y ascendente, al que Borges suma su tono nuevo. El modernismo se consideraba ya agotado y él habla, entonces, del ultraísmo, que prende fácilmente entre los escritores jóvenes: en diciembre inventa la revista mural Prisma, que constaba de una sola hoja tamaño cartel, y publica en ella un Manifiesto Ultraísta. Meses después, de las paredes pasa a la imprenta y nace Proa, que antecede a Martín Fierro, revista en la que publicaron sus escritos autores como Oliverio Girondo, Ricardo Güiraldes y Leopoldo Lugones:

   "Los ultraístas fue una broma. La idea de publicar un manifiesto fue una forma de buscar publicidad y me arrepiento de haber cometido un error tan tonto como ese. Allí yo planteaba que había que limitar el lirismo solamente a la metáfora, pero no me cabe duda que esa idea ya no se mantiene, porque si la metáfora es una de las herramientas de la literatura, no se puede excluir así tan fácil. Por eso, no se necesita sino una buena estrofa carente de metáfora para echar por tierra todos los postulados dogmáticos del ultraísmo. Un segundo punto que se tocaba en ese manifiesto, era aquel de negar la existencia de cualquier clase de confesión y cualquier tipo de mensaje, tal como se dice hoy, y efectivamente tratamos de cumplir con esa posición, puesto que casi no hay confesiones en la obra de quienes hicimos la broma. Pero no hay una confesión de tipo contingente, ya que, en el fondo, la poesía de cualquier tipo, por ajena que sea a cualquier aspecto de la vida, es una poesía confesional.

   "El tercer punto de aquel manifiesto decía que los ultraístas repudiaban los adjetivos,  muletillas, artificios y preciosismos afectados, porque estaban en pugna con la retórica. Nos declarábamos enemigos de las rimas, pero no creo que por convicción, sino porque en ese entonces era casi una moda estar en contra de las rimas. Particularmente, como le dije, yo estaba muy impresionado con Whitman, quien, no hay duda, estaba personalmente molesto con las rimas; ahora he llegado a creer que quizás sea simplemente que él no pudo rimar de una manera agradable. Lo cierto es que nunca tomé demasiado en serio al ultraísmo, pero hoy me doy cuenta que muchos lo tan tomado con tanta seriedad, que incluso creo que es materia de consulta en los colegios, algo que no entiendo..."

   El caso es que el Ultraísmo, vale decir, la obra literaria de Vicente Huidobro, que se hace colosal en títulos como Cagliostro, la obra de Rafael Cansinos Asséns, de Gerardo Diego, de Pedro Salinas y Jorge Guillén y los otros que dieron un nombre a ese movimiento, que recogió las corrientes de vanguardia -cubismo, dadaísmo, futurismo- hacia 1920 y que preconizaba el retorno a una poesía pura, alcanzó verdadera repercusión entre las literaturas hispanoamericanas de comienzos del siglo XX.

   Si Europa había sido la niñez de Borges, y sería su madurez, Buenos Aires es su juventud. La descubrió entonces y marca "este hábito de la poesía". En 1923 publica su primer libro, Fervor de Buenos Aires, Imprenta Serrantes, al cual añade posteriormente, en 1969, un prólogo que dice en parte:

   "Para mí, Fervor de Buenos Aires prefigura todo lo que haría después. Como los de 1969, los jóvenes de 1923 eran tímidos. Temerosos de una íntima pobreza, trataban, como ahora, de escamotearla bajo inocentes novedades ruidosas. Yo, por ejemplo, me propuse demasiados fines: recrear ciertas fealdades, que me gustaban, de Miguel de Unamuno; ser un escritor español del siglo XVII; ser Macedonio Fernández; descubrir las metáforas que Lugones ya había descubierto; cantar a un Buenos Aires de casas bajas y hacia el poniente o hacia el Sur, de quintas con verjas. En aquel tiempo buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha..."

   Desde este primer libro, que impone su talento casi sin esfuerzo, se acepta que Borges es algo más. Pues, si bien, como todo poeta, se cantaba a sí mismo, no se quedaba en los arcaicos temas del amor, la muerte, la soledad, la realidad de su entorno, la felicidad, sino que tocaba preocupaciones más afines a la metafísica, como el tiempo, el sentido de la vida y la personalidad del yo. Desde entonces se verá su poesía brotando de una raíz filosófica.

   En el poema Amanecer, por ejemplo, dice que en la honda noche universal que apenas contradicen los faroles, una racha perdida ha ofendido las calles taciturnas, como presentimiento tembloroso del amanecer horrible que ronda los arrabales del mundo. Curioso de la sombra, y acobardado por la amenaza del alba, revive la  conjetura de Schopenhauer y de Berkeley que declara que el mundo es una actividad de la mente, un sueño de las almas, sin base ni propósito ni volumen. Y porque las ideas no son eternas como el mármol sino inmortales como el bosque o un río, es que la idea asumió otra forma en el alba y la superstición de esa hora, cuando la luz como una enredadera cubre las paredes de sombra, doblegó su razón y trazó el capricho siguiente: "Si están ajenas de sustancia las cosas y si esta numerosa Buenos Aires no es más que un sueño que erigen en compartida magia las almas, hay un instante en que peligra desaforadamente su ser y es el instante del alba,   cuando son pocos los que sueñan el mundo y sólo algunos trasnochadores conservan, del día cenicienta y apenas bosquejada, la imagen de las calles que definirán después con los otros".

   Para Borges el amanecer es la hora en que le sería fácil a Dios matar del todo su obra. Pero en el poema, como siempre lo afirma, de nuevo el mundo se salva: "La luz discurre inventando sucios colores y con algún remordimiento de mi complicidad en el resurgimiento solicito mi casa, atónita y glacial en la luz blanca, mientras un pájaro detiene el silencio y la noche gastada se ha quedado en los ojos de los ciegos".

   Tanto Fervor de Buenos Aires, como sus dos libros siguientes: Luna de Enfrente (Editorial Proa, 1925) y Cuaderno San Martín (Ed. Proa, 1929), afirman su novedad: una visión inédita de algún fragmento de la vida. Y algo más, por ejemplo, un canto de amor a Buenos Aires: "Es una ciudad que yo quiero tanto, que soy muy celoso y no me gusta que otros la quieran. Cuando llega alguien y me dice: ¡Qué lindo es Buenos Aires!, yo suelo responder: ­Pero está usted completamente loco, es una de las ciudades más grises, más invisibles que hay". Ya Borges no apartará nunca de su corazón el deseo de trazar un cierto mapa espiritual de su ciudad natal, que muestra cierta geografía secreta y muy delicada de su personalidad. En el poema catorce de Fervor de Buenos Aires afirma que el arrabal es el reflejo de nuestro tedio: "Mis pasos claudicaron cuando iban a pisar el horizonte y quedé entre las casas, cuadriculadas en manzanas diferentes e iguales, como si fueran todas ellas monótonos recuerdos repetidos de una sola manzana." Cauto, cruza entre el pastito precario que salpicaba las piedras de la calle cuando divisa en la hondura los naipes de colores del poniente, entonces siente a Buenos Aires: "Esta ciudad que yo creí mi pasado es mi porvenir, mi presente; los años que he vivido en Europa son ilusorios, yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires".

   En el poema número once de Luna de enfrente, un hombre que cruza el mar recobrando la cercanía de su patria, ya la siente cerca en las estrellas que lo más lejano del firmamento la anuncian perdiéndose en su gracia los mástiles. Estrellas desprendidas de las altas cornisas como un asombro de palomas que vienen de un patio donde el aljibe es una torre inversa entre dos cielos: "Vienen del creciente jardín cuya inquietud arriba al pie del muro como agua sombría. Vienen de un lacio atardecer de provincia, manso como un yuyal. Son inmortales y vehementes; no ha de medir su eternidad ningún pueblo. Ante su firmeza de luz todas las noches de los hombres se curvarán como hojas secas. Son un claro país y de algún modo está mi tierra en su ámbito".

   En sus versos a Buenos Aires la nombra de muchos modos: "mi ciudad de patios cóncavos como cántaros y de calles que surcan las leguas como un vuelo", "mi ciudad de esquinas con aureola de ocaso y arrabales azules, hechos de firmamento", "mi ciudad que se abre clara como una pampa", que "a punta de poniente" le hace desangrar "el pecho en salmos", y mientras se camina la noche "olorosa de un mate curado" haciendo del azar una aventura inmensa en el destino que acecha tácito, "así voy devolviéndole a Dios unos centavos del caudal infinito que me pone en las manos".

   En todos estos primeros poemas, "nacidos de esos paseos extasiados e interminables en todo el infinito de los barrios", Borges ve más allá de lo que ve alguien comúnmente en Buenos Aires, admitiendo la presencia de un algo mítico y soterrado, cierto encantamiento que para quienes han vivido siempre en la ciudad pasa desapercibido por vivir, justamente, encantados.

   Cierta mañana llegamos caminando según sus indicaciones a la calle Tucumán, entre las de Esmeralda y Suipacha, y dijo que le contara detalladamente cuanto veía, así lo hice; en un momento se puso muy acongojado, llorando en silencio, justo enfrente de la casa que fue de sus abuelos maternos, "los Suárez-Haedo"; para luego devolvernos sin comentario. Después afirmó que en el oficio de la vida todo se inicia a partir de una emoción. Suele repetir que "en una poesía, el punto de partida es siempre una emoción". Su tercer libro, Cuaderno San Martín, es una afirmación de esta idea: inspirado en el hecho histórico de que Buenos Aires pasó por dos fundaciones (la primera ciudad fue destruida por los indios), él pretende demostrar que la verdadera fundación ocurrió en verdad en el barrio de Palermo, en otra casona grande y antigua donde cuando niño lo llevó a vivir su familia. En el poema Fundación mítica  termina diciendo: "A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires. La juzgo tan eterna como el agua o el aire".

   En esa época de rencuentro con Buenos Aires, publica tres primeros libros de ensayo: Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos (1925, 1926 y 1928), que no volvió a reditar: "Están plagados de frases que suenan falsas. En ese tiempo era tal mi impresión de la ciudad, que escribir cualquier cosa era una forma de no perderme en Buenos Aires, y si tienen algún valor es sólo sentimental pues me permitieron rescatarme a mí mismo; por supuesto, los he  suprimido de mis obras completas,  lo que es una  abstracción, pero deseo que así sea, que estos libros sean olvidados. También es una cierta forma de defender mi cariño por la ciudad; algo que sería imposible explicar sin herir susceptibilidades". Y si tuviéramos que decidir una expresión que concluyera la visión de Borges sobre su ciudad natal, sería una expresión relacionada con el tango, quizás la propia palabra "tango".

   Dice Borges: "El tango es lo que es Buenos Aires, y será lo que Buenos Aires sea. El tango nace entre pandilleros. En los años 20 me sentí atraído por el compadrito, pues había en él algo que me pareció nuevo: la idea del coraje desinteresado. El guapo que inventó el tango no era un individuo que estuviera defendiendo, digamos, una posición, o que peleara por razones de lucro; peleaba desinteresadamente. Eran guapos y tenían que demostrarlo. Por eso, es que todos los primeros tangos tienen ese tono de valentía, que se perfecciona en la milonga. Lo vivo de nuestra historia es casi siempre olvidado, y a los argentinos ¿qué nos había dejado la historia? ¿Qué sabían de los argentinos en Europa? Habían ocurrido muchas cosas desde nuestra independencia, sin embargo, sólo una había trascendido las fronteras, y esa era el tango. Ahora bien, el tango que recuerda un viejo argentino como yo, no es el que usted puede oír hoy, pues lo que se oye hoy no es el auténtico tango, no el que nació en los arrabales, que incluso no tenía letra, sólo era música. La letra que luego se le puso estaba escrita con el propósito de que se pudiera recordar, por eso eran letras obscenas, que convirtieron el tango en una dramatización que no le es propia. El tango emerge liberado de toda amargura y  tensión, alejado  de sensiblerías, era, como se dice, un baile de machos; yo recuerdo haber visto primero bailar el tango a hombres con hombres, portando sus cuchillos al cinto, y las mujeres no estaban dispuestas a arriesgarse bailando esa danza, digamos, tan indolente; las primeras en atreverse a bailarlo fueron las mujeres de los prostíbulos... Creo que Ricardo Güiraldes con Oliverio Girondo llevaron el tango primero a París, y, como es común en Latinoamérica, cuando se supo que en París lo bailaba la gente de bien (que no sé por qué les dicen así) todos se resignaron y lo bailaban con el mismo entusiasmo de los europeos. Claro que antes fue resistido duramente, debido a esta asociación con gente de mala vida (que tampoco sé por qué les dicen así). Los franceses se dieron el trabajo de mejorarle un poco la fachada moral, de hacerlo un poco más triste y finalmente de cambiarlo. La Cumparcita es ya una muestra de ese tipo de cambio. Como el mismo Gardel, que, afrancesado, llega en muchos casos a concluir en un sollozo grotesco, ¿qué le encontrará la gente? A mí me han interesado muchos los orígenes del tango, y he hablado personalmente con Saborido, que compuso La morocha y La Felicia; he conversado con Ernesto Ponzio, que compuso El entrerriano, y que es el autor de uno de los primeros y mejores tangos: Don Juan, que me dijo: ­Es cierto que yo estuve en la cárcel muchas veces señor Borges, pero siempre por homicidio... Entonces, he conversado con compadritos y fui amigo de algunos de ellos, he conversado con uno de los caudillos de Palermo, como fue Nicolás Paredes, y con un tío calavera mío, y todos me han llevado al mismo punto de origen del tango: las casas de mala vida. Existen cambios de topografía, pero una cosa es cierta, el tango no surge del pueblo,  sino  que  surge  de un  grupo  de  rufianes,  de  niños  bien  calaveras, de gente con gran sentido musical y habituales de los prostíbulos de los arrabales de Buenos Aires".

   A mediados de 1927 llega a Argentina, como embajador de México, el escritor Alfonso Reyes, quien había conocido a Borges en España. Los unió una cálida amistad inspirada en la admiración mutua. El culto autor de las Visiones de Anáhuac, se refería a Borges como a "uno de los escritores más originales y profundos de Hispanoamérica. Su obra no tiene una página perdida. Aún en sus más rápidas notas bibliográficas hay una perspectiva original. Fácilmente transporta la crítica a una temperatura de filosofía científica. Sus fantasías tienen algo de utopías lógicas... y su andar parece el de un hombre medio naufragado en el mundo físico. Con todas las condiciones para ser un exquisito, se orienta de modo singular, cuando quiere, por entre los bajos fondos de la vida porteña y el lenguaje del arrabal, en el que ha logrado unas páginas de factura admirable... es un mago de las ideas. Transforma todos los motivos que toca y los lleva a otro registro mental..."

   Borges dice que de Alfonso Reyes aprendió a depurar el estilo neobarroco vanguardista de sus comienzos: "Los recuerdos que tengo de Alfonso Reyes son espléndidos, y creo que no me equivoco cuando declaro que su prosa es superior. Lo conocí cuando aún era el hijo de Leonor Acevedo, la esposa del profesor Borges; en ese tiempo yo no tenía existencia independiente, pero Reyes tuvo la gentileza de considerarme una persona aislada, individual, sin tomar en cuenta mi parentesco o mis relaciones. Solía almorzar con él los sábados entre largas pláticas, y cuando yo le entregaba un poema que apenas era un primer borrador para otros borradores, en  el que apenas había logrado decir nada, él lo adivinaba y me orientaba en lo que estaba tratando de decir, porque sabía que era mi inexperiencia en las letras lo que bloqueaba mi capacidad de decir lo que pensaba. Quise que se iniciara una candidatura para que le dieran el Premio Nobel, pero el nacionalismo se impuso, la gente no quiso firmar un pedido de un Nobel para un mexicano. En el Uruguay prefirieron a Juana de Ibarbourou. Aunque en México tampoco lo querían a Reyes porque no era debidamente azteca. De modo que fracasó la campaña, a pesar de que sabemos que los premios a un escritor no se dan por sus condiciones literarias, sino por una cuestión de carácter político. Tampoco dudo en decir que no hay, en este y el otro lado del Atlántico, un escritor más lúcido que  Reyes".

   En 1929 publica Evaristo Carriego (Editorial M. Gleizer), un ensayo biográfico acerca de este poeta popular argentino, que fue amigo de su padre y solía visitar la casa familiar cuando Borges era niño. El libro evoca el barrio de Palermo y, en alguna medida, con esta obra termina de dar forma a su estilo, que luego sólo depurará afinando sus temas y profundizando en erudición: "Recuerdo a Carriego cierta vez conversando con mi padre, hablaban de Napoleón y fue muy hermoso oír la explicación que ambos nos hicieron de Waterloo, al mismo tiempo que utilizaban los implementos de la mesa, como copas, tazas, la panera, todo lo que sirviera para representar soldados, la naturaleza del sitio, incluso armas..."

   En enero de 1931 surge a la vida cultural de Argentina Victoria Ocampo, una escritora proveniente de la aristocracia económica de su país, y funda la revista Sur, que luego sería de las más influyentes de América, Latina, en la que Borges publicará un conjunto de críticas literarias y, muy especialmente, una serie de crónicas de cine que abarcan hasta 1945 (recopiladas en el libro Borges en y sobre cine, de Edgardo Cazarinski para Editorial Alphavilla, Espiral y Fundamentos de España). Cuando Borges propone voces que puedan asumir una postura clásica de la realidad, identifica con similares atributos a la novela y al cine, enumerando como ejemplo "las rigurosas novelas imaginativas de Wells, las exasperadamente verosímiles de Daniel Defoe, y las novelas cinematográficas de Josef von Sternberg", a quien cita con entusiasmo. Se diría luego que su forma de narrar con imágenes viene de la influencia que el cine ejerció en él, en su prosa sugerente que parte de la luz y la sombra a la visión intensa, del blanco y negro a todos los colores. Fue un espectador cinematográfico y se nota en sus retratos eficaces y breves, de trazos decididos y con la rapidez con que transcurren los sueños, como en un tiempo similar al del efímero lapso de una función de cine. Entre los guiones cinematográficos de Borges, contamos Los orilleros, El paraíso de los creyentes, Invasión y Los otros; a partir del tema de la búsqueda en relatos de doble sentido, combina la trama y sus relaciones simultáneas como una vida resonando en otras vidas, para ser a partir del reflejo del ser.

   En 1932, en cierto párrafo de su texto El arte narrativo y la magia, que publicó en su obra Discusión (Ed. M. Gleizer), se refiere a la "infinita novela espectacular que compone Hollywood y que las ciudades leen. Un orden muy inverso los rige, lúcido y atávico: la primitiva claridad de la magia". Y si define que uno de los caracteres esenciales de la narrativa es cierta "teología de palabras y de episodios", decide que este carácter es "omnipresente también en los buenos filmes".

   Borges dice: "Me parece que corresponde rendir tributo a Hollywood  en su  aspecto  esencial, porque a través del western pudo vindicar el género épico cuando la literatura lo había ya abandonado. Me adhiero a esa acción pura y elemental protagonizada por hombres que no se compadecen de su propia muerte. Por supuesto, Hollywood aportó varias desdichas, como el desempeño de Cecil B. de Mille, pero sus cowboys y sus dramas del Oeste serán un legado para siempre".

   En 1935, en el prólogo de su Historia Universal de la Infamia (Editorial Tor), Borges reconoce que sus primeros ejercicios de ficción derivan del cine, igual como antes el cine había tomado de la literatura los elementos para crear su propia estructura dramática: "Siempre he visto cine desde su costado narrativo. Como arte es bastardo, porque necesita apoyarse en otras que lo son menos, o depende de técnicas otras que lo son menos, o depende de técnicas muy definidas, como la fotografía. En realidad, creo que todas las artes, salvo la música, adolecen de ese carácter dependiente. La música no, usted no puede contarla, no se puede contar una milonga... Me dicen que componer un tango es bastante fácil desde el punto de vista de la escritura musical, sin embargo, fuera del Río de la Plata, nunca he podido oír algo que suene a tango. Ni siquiera que se le acerque".

   En esos comienzos de la década de los treinta, en casa de Victoria Ocampo, conoce a una de las personas que inflamaría su sentido de la amistad: Adolfo Bioy Casares. La diferencia de edad -Borges era mayor que Bioy casi quince años- no fue impedimento para aceptarse inmediatamente inspirados en una pasión común: los libros. No supieron entonces que estarían estrechamente ligados durante más de medio siglo, pero al conocer a Bioy, Borges le dirá: "Lo importante es sentir a una persona como amiga. Lo demás, la frecuentación, la confidencia, todo puede ser prescindible".

   ¿Cómo vio Adolfo Bioy Casares al Borges de entonces?: "Yo sentía que para mí Borges era la literatura viviente y, de algún modo, él habrá sentido que yo compartía esa actitud ante las letras que era lo principal en su vida. Borges fue la primera persona que conocí para quien nada era más importante que la literatura, que para él era lo más real. Me hablaba de lo que había leído como si fuera una noticia de actualidad, así se tratara de un presocrático. Nos llevábamos muy bien y comprendí enseguida que mis obras constituían en el trato diario como una anomalía. Experimenté la sensación de que queriéndome y estimándome mucho, sentía pena al comprobar mis escasas dotes literarias. Varié mi rumbo. Me creé una historia, la puse a buen recaudo en mi cabeza, me la conté minuciosamente muchas veces antes de escribirla, para no errar...así nació La invención de Morel, mi primer libro aceptable, y que por cierto él prologó. Borges tenía ese tacto secreto para hacerme sentir como si yo fuera un par. Nunca me hizo sentir de otra manera. No es altanería de mi parte, pero creo que se encontraba a gusto de mi inteligencia. Trabajamos muy bien, nacieron varios libros que escribimos juntos y que firmamos como "Bustos Domecq" o "Suárez Lynch", que son apellidos unidos a nuestras familias. Pienso que este trabajo de colaboración con Borges debió enseñarnos a ser modestos. Porque cuando empezamos a colaborarnos sentíamos inclinación por alinearnos en una campaña en favor de la trama y de la escritura deliberada, eficaz y consciente. Íbamos a escribir cuentos policiales clásicos como los de la literatura inglesa hasta los años cincuenta, cuentos en  los que había un enigma con resolución nítida, poca sicología, los personajes necesarios y la reflexión apenas indispensable. Resultó que escribimos de un modo barroco, acumulando bromas al punto que por momentos nos perdíamos dentro de nuestro propio relato, y alguno de los dos preguntaba: ¿Qué es lo que iba a pasar con este personaje?, ¿qué íbamos a escribir? Esto es casi patético porque ambos nos jactábamos de ser muy deliberados. Es como si el destino se hubiera burlado de nosotros".

   Borges dice: "Al fin de todo, la amistad es más importante que cualquier otra cosa, más importante que la literatura. Yo le debo mucho a Bioy Casares, como amigo y como escritor también. Él fue curándome, poco a poco, de mi amor por lo barroco. Tendí siempre a la pedantería, al arcaísmo, al neologismo, y él me curó de todo eso. Sin decirme una palabra. Simplemente daba por sentado que yo compartía esos juicios suyos. Bioy Casares ha sido excelente conmigo y es un gran escritor. Una buena amistad es una suerte muy grande que nos acompaña durante toda la vida. Basta saber que existe y que se es capaz de ella. Bioy es un hombre para el cual casi mi vida no tiene secretos, y sin embargo me aprecia. Unamuno decía que cada amigo que ganamos en la carrera de la vida nos perfecciona y enriquece más aún por lo que de nosotros mismos nos descubre, que por lo que él mismo nos da. Y estoy de acuerdo. Pitágoras decía que un amigo es una persona que se puede definir como uno en otro. Probablemente esta idea le haya nacido de algún tipo de espejo que él conoció, como el agua, los metales o el cristal. De lo contrario, no es posible explicar la belleza y la verdad de la frase. Porque nadie puede hablar de un amigo idéntico sin primero pensar en una persona idéntica de la cual hacerse amigo. Los escoceses nunca ocuparon la idea de  encontrarse  con un amigo así, sino que dicen que hay una significación de buscar en el sentido de que es la otra persona la que lo busca a uno. Los taoístas de la antigua China lo explicaban en forma bellísima: decían que alguien que buscara desesperadamente a un amigo, estaba predestinado a no encontrarle jamás. Que uno no debía buscar nada, hacerse como un espacio vacío, sin deseo alguno, y todo deseará llegar a ocupar ese espacio vacío; que comparaban con una jarra de agua sucia: si uno pretende limpiar el agua, agitándola, moviéndola nunca lo conseguirá, pero si la deja reposar, quieta, poco a poco el agua se aclarará por sí misma. Después del taoísmo, no busqué nada en mi vida".

   En 1936 Borges escribe los ensayos que conforman su Historia de la eternidad (Ed. Viau y Zona). Para Victoria Ocampo, quien los publicará en Sur, traduce Un cuarto propio y Orlando, de Virginia Woolf (1882-1941). En 1937 colabora con Pedro Henríquez Ureña en la Antología Clásica de la Literatura Argentina. Un año después consigue un puesto de ayudante en la Biblioteca Municipal Miguel Cané en las afueras de Buenos Aires: en el transcurso diario del viaje en tranvía desde su casa al trabajo, lee las obras de Leon Bloy en francés, y en italiano La Divina Comedia de Dante Alighieri, libro éste último que le impactará: "Leí en el tranvía cierta versión en italiano simultáneamente traducida al inglés por un hermano de Carlyle. Siempre se ha dicho que si uno sabe español, de algún modo sabe portugués e italiano, aunque éste último en menor nivel. Es decir, leí la Comedia en inglés y luego en italiano, y quedé tan profundamente impresionado, que el resto de la literatura que conocía me pareció puro producto de la casualidad; no cabe duda que en la obra todos los párrafos e ideas han sido muy pensadas y meditadas por Dante. Leí muchas otras  versiones después,  entre las que recuerdo ahora la de Scartazzini, la del judío italiano Momigliano, la de Graebner, la de Steiner... Dante decía en algunas de sus cartas que su obra podía leerse de por lo menos cuatro modos diferentes. Al igual que la escritura sagrada ¿no? Para Escoto Erígena, esta llamada escritura sagrada era como el plumaje de un pavo real, hecho de infinitos colores. Los teólogos judíos piensan que la literatura ha sido escrita en forma individual para los lectores, al punto de que el mensaje ha sido generado en Dios y el lector ha sido predispuesto por Dios, lo cual nos enseñaría que las lecturas de que puede ser objeto un texto son casi infinitas. Creo que la lectura de La Divina Comedia ha sido una de las experiencias literarias más fuertes y vívidas que he tenido, aunque la connotación religiosa que lleva implícita no ha llamado mi atención. He vivido los personajes, sus genios y sus destinos, pero no he asumido la problemática religiosa que se nos muestra a través del argumento, porque nunca he aceptado ni he comprendido la existencia de un dios dador de premios o castigos. No puedo aceptar que nuestra conducta sea de interés para la persona de Dios, porque no creo que mi vida privada o mi vida pública pueda merecer castigos eternos o recompensas eternas, y, a excepción de esta parte ética, siempre me ha interesado el libro".

   En febrero de 1938 muere su padre: "Una vez me preguntaron si yo tenía una impresión de cómo sería el rostro de Dios. Y respondí que si existiera Dios, tendría el rostro de mi padre. Me gusta haberlo dicho. Mi padre decía que el mundo es tan misterioso que es posible incluso que exista la Santísima Trinidad. En la biblioteca de mi padre, donde me eduqué, abundaban libros en inglés; mucho me ha llegado a través de la literatura  inglesa: la  literatura  persa,  la  japonesa,  la amada literatura china. Hay muchos ríos de conocimiento que me han llegado, además, por medio del alemán. Me gusta hablar del alemán porque es un idioma que yo me enseñé, es una conquista personal; como lo estudié solo, quiero mucho a la lengua alemana. Otros idiomas, no menos preciosos, me fueron dados por otras circunstancias. El hablar varios idiomas me permite decir que no hay idiomas superiores. Sin embargo, en una informal reunión con Neruda en París, llegamos a concordar que el mejor idioma para la literatura es el inglés. Como estábamos jugando a la hipérbole, yo dije que no se había hecho nada, a lo cual asintió agregando que con el inglés podíamos hacer mucho, a lo cual yo repliqué que se había hecho mucho, y agregué que nos gustara o no, nuestro destino es el español. ¿Qué vamos a hacer?, dijo Neruda. Jugábamos con la imposibilidad del español como instrumento literario, hablando al mismo tiempo en español. En todo caso, fue más bien una humorada. Con Neruda nos presentó María Luisa Bombal; ella entonces vivía en la casa de Neruda y su esposa, una europea muy bella de nombre María Antonieta, y a quien María Luisa le decía Maruca, lo que sonaba muy gracioso. Con María Luisa salíamos con frecuencia, lo que causaba que irremediablemente nos topáramos con Neruda cuando yo iba por ella o la dejaba allí. Neruda era cordial, pero sin duda consideraba que lo lógico era un amor decidido al español como lengua literaria, y encontraba mi actitud un error, lo que en consecuencia nos ponía alerta cuando nos encontrábamos, lo que hizo imposible una relación francamente amistosa. Yo justificaría mi amor al inglés con el argumento de que el inglés tiene la ventaja de contener, a la vez, elementos germánicos y latinos. Hay escritores ingleses, como Morris, que han querido usar un inglés puramente germánico, lo cual resulta una pedantería, del mismo modo que otros escritores, como Thomas Brown de Quincey, que han querido exaltar su carácter latino. Siendo que la riqueza del inglés está, justamente, en ambos elementos, los germánicos y latinos que posee. Claro es que nuestro idioma español tiene una posibilidad que no tienen otros idiomas, y es la extensa combinación de palabras que se pueden hacer; nadie puede negar esta posibilidad. Mi padre, si bien dictaba sus clases en inglés, no cesó de recordarme esta gracia del español...

   "De mi padre heredé el amor al español, y el amor al libro más allá del idioma en que fue escrito. El solía decir que de los diversos instrumentos creados por el hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de nuestro cuerpo. El microscopio y el telescopio son extensiones de la vista; el teléfono es extensión de la voz; la rueda es extensión de nuestros pies; el arado y la espada son extensiones de los brazos... pero el libro es otra cosa, el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación. Bernard Shaw, en Cesar y Cleopatra, cuando habla de la Biblioteca de Alejandría dice que es la memoria de la humanidad. San Anselmo decía que poner un libro en manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño. En todo Oriente existe aún el concepto de que un libro no debe revelar las cosas, un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. Como la Biblia, que no está escrita para ser entendida, está escrita para ser interpretada. Al mismo Shaw le preguntaron una vez si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu. Es a partir de los Vedas y la Biblia que hemos acogido la noción de libros sagrados. En cierto modo, todo libro lo es. En las páginas iniciales del Quijote, Cervantes dejó escrito que solía recoger y leer cualquier pedazo de papel impreso que encontraba en la calle. Cualquier papel que encierra una palabra es el mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu. Víctor Hugo escribió que toda biblioteca es un acto de fe; Emerson, que es un gabinete donde se guardan los mejores pensamientos de los mejores. Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz  de imaginar  un mundo sin libros".

   "No sé si hay otra vida; si hay otra, deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizás con las mismas erratas, y los que me depara aún el futuro. Lo más cauto es decir, entonces, que un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. Sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la espada y un ejemplar de La Ilíada; yo tengo ese mismo culto del libro, por eso sigo jugando a no ser ciego y sigo comprando libros, sigo llenando mi casa de libros. Hace días me regalaron una edición de la Enciclopedia de Brockhaus. Yo sentí la presencia de esos libros en mi casa, los sentí como una suerte de felicidad. Ahí están los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver, y, sin embargo, siento que están ahí, es como si me rodeara una gravitación amistosa. Pienso, como Montaigne y Emerson, que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o una grabación discográfica; la diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco asimismo se escucha para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto, frívolo. Un libro se lee para la memoria pues ya está cargado de pasado. Tomar un libro y abrirlo da la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es sólo un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo abrimos, ocurre algo raro, creo que cambia cada vez. Heráclito dijo que nadie baja dos veces al mismo río; nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero nosotros no somos menos fluidos que el río. Por eso cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado porque nosotros ya no somos los mismos. Cada lector, por lo tanto, enriquece un libro. Si leemos un libro antiguo es como si recorriéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el momento que fue escrito y nosotros. En la Biblioteca Nacional, la idea de un ciego rodeado totalmente de libros se me antojaba maravillosa, aunque fuera yo el ciego; porque a pesar de mi imposibilidad de leerlos, sentía una profunda felicidad por su cercanía y su contacto. Felicidad altamente cargada de nostalgia y de carencias; así fue el sentimiento que me dejó la muerte de mi padre; él fue el gran culpable de mi interés por los libros; tenía por hábito gran culpable de mi interés por los libros; tenía por hábito regalarme libros, que me acompañaron, entonces, desde mi infancia. También de mi padre recibí un sabio consejo que me estimuló a escribir mucho, a romper mucho y a no apresurarme en publicar, por eso, mi primer libro publicado en verdad fue mi tercer libro escrito. La presencia de mi padre me hizo intuir, antes de la más remota línea escrita, que mi sino era ser un escritor".

   La nochebuena del año de la muerte de su padre, Borges sufre un terrible accidente que le producirá una septicemia, hecho que utilizará parcialmente en uno de sus más famosos cuentos, El Sur, e "iniciará esta mala costumbre del sanatorio y de los cirujanos".

   A partir de 1940 dependerá cada vez más de la ayuda de su madre, porque se va quedando, como su padre y su abuelo, gradualmente, ciego. Aprende penosamente a ensayar cada verso en su memoria; cuando tenía el texto entero, se lo dictaba y ella se lo leía y releía, con puntuación, hasta que quedaba satisfecho. Con ayuda de su madre, aprendió el agotador ejercicio de dictar no solo poemas y textos breves, sino cuentos y ensayos. En esos meses temió que su inteligencia quedara afectada para    siempre por el impacto quirúrgico; crea Pierre Menard, autor del Quijote, en que al final llega a su conclusión de que leer es más importante que escribir, porque toda relectura rescribe el texto, noción que luego se ha de convertir en una de las acepciones básicas de la nueva crítica.

   Por sus fantasías bibliográficas, Pierre Menard... se vincula a un relato anterior: El acercamiento a Almotásim, del autor Mir Bahadur Ali. Repite la broma y publica en Sur su Examen de la obra de Herbert Quain, que pretende ser una necrología de cierto famoso escritor inglés, y que inicia citando una frase del obituario del Times de Londres. No necesito aclarar que Herbert Quain como Pierre Menard y como Mir Bahadur Ali nunca existieron, no tienen al menos más existencia que en esos cuentos de Borges, quien, en ese tiempo, publica con Bioy Casares y Silvina Ocampo una Antología de la literatura fantástica, que revive el interés por un género casi olvidado. Para Sur traduce Un bárbaro en Asia, de Henri Michaux, y, para la editorial Sudamericana, Las palmeras salvajes, de William Faulkner. Traduce a André Gide y Franz Kafka, a James Joyce y Thomas Carlyle. En unos pocos meses ha comprobado que su inteligencia está intacta.

   Y escribe sin cesar. Publica El jardín de los senderos que se bifurcan (Ed. Sur, 1941), Poemas 1922-1943 (Ed. Losada, 1943), Ficciones (Ed. Sur, 1944). En 1945 se enfrenta al gobierno de su país y expone públicamente su descontento con el régimen del general Perón, a la sazón gobernante de Argentina. El general dirime la cuestión y lo traslada de su trabajo oficial como bibliotecario a inspector de aves y conejos en los mercados municipales. Se ve obligado a renunciar y asume la dirección de la revista Anales de Buenos Aires, desde la cual apoya generosamente a los nuevos escritores, entre los que destacará Julio Cortázar, de quien edita su primer cuento. En 1949 entrega a Editorial Losada uno de sus libros fundamentales: El Aleph. Un año después es elegido presidente de la Sociedad Argentina de Escritores, cargo en el que se mantiene hasta 1953. Publica La muerte y la brújula (Ed. Emecé, 1951), Otras Inquisiciones, 1937-1952 (Ed. Sur, 1952). Durante estos años, va desarrollando su labor como conferencista público; mientras en Argentina se iniciaba un creciente descontento que determina en 1955 la caída de Perón. Lo nombran a Borges director de la Biblioteca Nacional cuando la ceguera comenzaba definitivamente a sumirlo en tinieblas:

   "La noche ha estado cayendo sobre mí durante muchos años. El proceso de mi pérdida de vista ha sido gradual, la naturaleza, el mundo, las cosas en general se han ido difuminando lentamente. Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar; el tiempo fue mi Demócrito. Esta penumbra es lenta y no me duele, fluye por un manso declive y se parece a la eternidad. Mis amigos no tienen cara, las mujeres son lo que fueron y no hay letras en las páginas de los libros. Me rodean 700.000 libros que no puedo ver. ¡Magnífica ironía de Dios, darme los libros y la noche!".

   Decididamente nace el Borges orador, a la manera de los antiguos escritores del desierto, que no escribían sus libros: los contaban. Algunos títulos de sus conferencias, elegidos al azar, son: El Capítulo final del Quijote; Primeros filósofos griegos; Pitágoras y el Indostán; La Divina Comedia; Almafuerte; Literatura gauchesca; Los sueños; La pesadilla; Introducción al Budismo; Verlaine; Sospechas sobre Borges... inicia, además, en 1955, su  labor como catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y una labor docente en centros educacionales de Argentina y el extranjero que no abandonaría hasta el final de su vida, dictando en lo sucesivo clases de Letras de Argentina, de Alemania, inglesa y norteamericana. Publica: Poemas 1923- 1958 (Emecé, 1958), El Hacedor (Emecé, 1960), Obra Poética 1923-1964 (Emecé, 1964), Para las seis cuerdas (milongas, Emecé, 1965). Sobre este último libro diría:

   "En el modesto caso de mis milongas, el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea, en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose por la guitarra. La mano se demora en las cuerdas y las palabras cantan menos que los acordes". En la Milonga de Manuel Flores anota en un fragmento:

“Manuel Flores va a morir            
eso es moneda corriente;    
morir es una costumbre   
que sabe tener la gente.                                                                                                                
Y sin embargo me duele                                                                                                       
decirle adiós a la vida,                                                                                                                 
es cosa tan de siempre,                                                                                                             
tan dulce y tan conocida.                                                                                                          
Miro en el alba mis manos,                                                                                                       
miro en las manos las venas,                                                                                                   
 con extrañeza las miro                                                                                                            
como si fueran ajenas.                                                                                                       
Vendrán los cuatro balazos                                                                                                         
y con los cuatro el olvido;                                                                                                            
lo dijo el sabio Merlín:                                                                                                             
Morir es haber nacido…”                                                                                                        

   Para Borges, "esta milonga está inspirada, como todo el libro, en la mitología del valor. En esa época, como siempre, quería eludir la sensiblería".

   Luego, publica: El otro, el mismo (Emecé, 1969), Elogio de la sombra (Emecé, 1969), El informe de Brodie (Emecé, 1970), El Congreso (Ediciones Archibrazo, 1971), El oro de los tigres (Emecé, 1972). A finales de abril de 1973 conocí al maestro Borges: él estaba en pleno trámite de su jubilación por decisión propia del cargo de director de la Biblioteca Nacional en Buenos Aires, acabado de reinstalar el gobierno del general Perón con Isabelita. Lo acompañé algunas veces a esas oficinas burocráticas  de   rigor  de  nuestros  países,   y  que  a Borges molesta sobremanera visitar. Cuando él va  tomado del brazo de alguien camina con la más absoluta seguridad, animoso, aunque con cierto recelo hacia los que le cuestionan su obvia oposición al gobierno. Le encanta caminar, y ahora que han pasado varios años, de esa época primera mi recuerdo más claro son largas caminatas por Florida, la Avenida de Mayo, Corrientes, Santa Fe hasta poco antes de Callao, donde había un café llamado El Cisne, que hacía sentir muy bien a Borges: nadie allí lo molestaba, las personas simplemente se acercaban y se iban ubicando de pie alrededor, de él, mientras tomaba su café y conversaba animadamente, los demás en perfecto silencio.

   Entre los amigos constantes entonces, estaban el eminente historiador argentino Ricardo Alfonso Perugorría, y el físico Edgardo Etchegaray, que desde su laboratorio en Buenos Aires ha dado a la ciencia inventos excepcionales, como la pistola de láser para microcirugía nasal. Teníamos veinte años entonces. Perugorría costeaba sus estudios haciendo cuanta corrección de pruebas editoriales cayeran en sus manos, y mantenía con Borges largas conversaciones en que el punto inicial solía ser una letra o un signo ortográfico. Edgardo había logrado una plaza en el Hospital Rawson, y allí nos revisábamos la salud los amigos sin costo. Eduardo Polinari, el autor del Diccionario de La Plata, costeaba sus estudios de historia en la Universidad vespertina, de día trabajando como encargado de un estacionamiento que era un sitio vacío con una caseta al lado de la Galería del Este, sobre Maipú, enfrente mismo de la casa de Borges, quien, si tenía que salir solo, le bastaba pararse en la puerta y lo más seguro era que atravesaba Eduardo para ayudarle a cruzar la arteria. Alrededor de Borges se forma naturalmente un ambiente realmente solidario. Todos le  leíamos cuanto era posible. Y él era con todos igual.

   Hubo días en que fui a su casa a verlo y había llegado alguien a buscarle más temprano: siempre dejaba la orden de que se me sirviera algo de comer si quería, o simplemente volver al otro día, aunque generalmente, antes de planificar un nuevo día, Borges suele llamar por teléfono a sus conocidos por la tarde; así sabe si alguien lo acompañará o tendrá que hacer sus cosas solo, que no es tan poco común, aunque, por su carácter afable casi nunca deja de tener asistencia.

   Un día que lo visité en su casa, llegué cuando él, justamente, se aprontaba a salir. Indicó que lo acompañaría a una reunión en casa de un hombre culto y generoso, a la que insistentemente le habían pedido concurrir. Fuimos caminando y no era lejos. Después de entrar, estrechamos la mano de cada uno de los presentes, nos sentamos donde se nos dijo y comimos lo que nos sirvieron. Borges jamás intervino en la conversación. Terminada la reunión susurró sus agradecimientos al anfitrión, y tomamos el camino de vuelta a la casa del bibliotecario de Babel. Él no se refirió en ningún momento a la reunión o sus invitados. Nada tampoco dije, sin embargo, percibí que todos esperaban que él les impartiese algo de su sabiduría; algunos se habían jactado de que él participara en esas reuniones de amigos, dando a entenderle que su compañía les brindaba una especial distinción. Al día siguiente, de acuerdo a sus indicaciones, fui a buscarlo y sucedió igual, concurrimos a la misma casa no lejos, y Borges no cambiaba su actitud de extrema reserva, quizás si pensaba que había entre ellos infiltrados Peronistas, negándose sistemáticamente a hablar. Observé con disimulo a los otros invitados, y presentí que casi todos se sentían incómodos con nuestra presencia.  

   Era evidente que él se daba cuenta, porque la situación era obvia, pero no hacía nada por armonizar con el ambiente; no aportaba siquiera un proverbio tradicional. Sentí que era mi deber comentarle algo al respecto y, cuando volvíamos, le dije que cualquier cosa que oyeran de él esas gentes, llegaría a significar una parte entrañable de sus mismas vidas. Luego de un largo silencio, en que temí haber sido indiscreto, respondió que volveríamos al otro día. Y fuimos y Borges habló. Con palabras cortadas por un lento movimiento de mandíbulas, peculiar a él, dijo:

   -Yo los invito a todos a mi casa. Iremos caminando. Cenaremos juntos.

   La súbita invitación causó revuelo. Algunos supusieron que su conducta anterior había sido una prueba. Oí a otros murmurar que por fin Borges les compensaría la paciencia con que habían soportado su actitud. Incluso, dos, se alertaron entre sí: ¡Cuidado. Quizás sólo busque convencernos! Pero fueron todos. Y cuando llegaron a la casa del bibliotecario de Babel, como decíamos en broma a Beppo el gato de Borges, que, en realidad, era una casa de gran magnitud porque abarcaba desde la terraza sobre la calle Maipú hasta el mismo río de la Plata; escaleras interminables de libros bajaban a lo más recóndito de lo interior desde cada final de pasillo, subían las paredes de libros que nadie podía imaginar siquiera adónde llevaban, desde los pisos más altos se podían ver ventanas que divisaban en todo su porte los enormes gomeros de la Plaza del Retiro, otras aún más altas daban a todo el cielo de Buenos Aires... los visitantes quedaron atónitos. En verdad, también fue aquella vez la primera ocasión en que fui invitado a traspasar el laberinto, aunque me mantuve siempre como observador, ubicándome lo más discreto que pude a un lado de los  invitados formales. El caso es que, ya inmediatamente cruzando la escalera con las soberbias formas de cobre, recibe la atmósfera pura claridad de luz, que él veía amarilla. De la enorme estancia principal partían pasadizos en todas las direcciones, seguimos a Borges que parecía crear todo sólo por el efecto de su pura voz, y vimos que en todas partes había estudiantes practicando ejercicios y tareas, hombres y mujeres que supuse discípulos por la enorme admiración con que levantaban sus ojos hacia él buscando su aprobación.

   Los llevó por las salas de contemplación, donde gran número de personas de distinguido aspecto, se levantaban respetuosamente para saludar la llegada de Borges con inclinaciones de cabeza. Los llevó por las cámaras de voces, donde otros discípulos repetían antiguas plegarias y olvidados mantras, y en un costado varias mujeres entonaban cristalinos cantos y ocultas oraciones de sonidos maravillosos al oído, que, seguramente, luego decían a sus hijos. La cena fue indescriptible y los invitados supieron que se habían sobrepasado todas sus expectativas. Al instante le solicitaron que los aceptara como discípulos. Pero, a todos, él respondía:

   -Mañana, espere a la mañana.

   Y la mañana llegó porque todo sucedía rapidísimo, pero los visitantes no despertaron en las cómodas camas que se les habían ofrecido, sino que se encontraron dispersos durmiendo en el suelo de un horrible edificio arruinado. Ya no había las fabulosas hileras de libros con lomos dorados ni las fuentes ni alfombras de muro a muro ni nada. Todo era de espanto. Algunos decían abiertamente que Borges, quizás con qué extraña magia, los había engañado para reír de ellos. Otros se felicitaban a sí mismos al desenmascararlo: insinuaban que había puesto algo en la comida o la bebida, que, es cierto, había sido abundante, pero que, afortunadamente, el efecto había cesado antes que cumpliera quizás qué pérfidos propósitos... De repente, como apareciendo de la nada, Borges se presentó y dijo:

   -Volveremos a mi casa.

   Y repitiendo en voz alta una, al parecer, antigua frase cabalística, todos nos encontramos otra vez en la casa de Borges que cuidaba el bibliotecario de Babel. Los invitados incrédulos se sintieron arrepentidos, pues creyeron que las ruinas eran ficción y ahora estaban en la realidad y todo una prueba, nada más. Oí a dos de ellos musitar: conque sólo nos enseñe cómo hacer esto, venir habrá valido la pena... En eso, Borges repitió en voz alta otra antigua frase y, al instante, todos nos encontramos otra vez en la reunión en casa del hombre culto y generoso, de la cual, en verdad, nunca habíamos salido. Miré al viejo Borges, y continuaba sin decir palabra. Todos lo contemplaban, inquietos, y todos oímos una voz hablar, sin que él siquiera moviera los labios:

   -Nada yo te podría enseñar, sólo ilusiones...

   Volvimos a esa casa otras veces, pero él siempre se negó a hablarles. Un día, simplemente, dejó de asistir a esas reuniones. Borges va realizando las cosas a medida que se le presentan. Vive el día a día. Nada en él parece premeditado. Simplemente se deja vivir, muy entretenido. Sus únicas fechas precisas son las de sus clases o conferencias públicas. Pero, si lo han invitado a un sitio y se le presenta un plan que le parece más feliz, no duda en cambiar su actividad.  Por lo demás, siempre tiene algo que hacer y sale todos los días de su casa. 

   A Borges lo conocí en la calle, precisamente en la Galería del Este que cruza desde Florida hasta Maipú, donde él tenía su hogar. Hacía pocos días que yo había llegado a vivir en Buenos Aires para estudiar en el Conservatorio de Arte, tenía diecinueve años, era otoño de 1973 y no conocía a nadie. No lo sabía entonces, no podía saberlo, pero viví tres años en Buenos Aires, y fue un tiempo en que me  hice, sin  duda, mejor. De las calles del centro de la ciudad emana un perfume como el sándalo, y brotan edificios elevados entre cúpulas y altillos, con patios donde crecen jazmineros, y con su río a la derecha. Babilonia a la hora del crepúsculo de la tarde con música de Piazzola, el Tigre cercano, Nazareno Cruz y el lobo, los boliches, Evita sonriendo desde un afiche en las calles. Perón e Isabelita. La pura efervescencia. Eso era Buenos Aires. Una tarde, en la galería del Café del Este, me pareció ver un rostro conocido: era una mujer que sobresalía en el grupo de personas que cruzaba los pasadizos que conforman el sitio, franqueado por murallas de tiendas iluminadas, en la puerta de una de las cuales ella se había detenido. Fui en esa dirección, llevado quizás, ahora pienso, por el Hacedor de caminos; en todo caso ni remotamente me podía imaginar que ella era María Luisa Bombal, que los chilenos leemos desde la escuela. Entraba en su vejez, el pelo bien negro cortado a lo paje, con más energía de la que ella misma creía; traía del brazo a un hombre ciego que guiaba con prontitud. Al pasar a su lado, ella, notándome que la observé atento, con un leve ademán, ordenó que me acercara:

   -Ven y quédate con Georgie mientras entro y compro algo. Vuelvo de inmediato  -dijo ella.

   Y, sin más, puso el brazo del hombre ciego apoyado en mi propio brazo, desapareciendo por la puerta de una tienda. Casi de inmediato, el anciano ciego ordenó que ocupáramos una mesa propiamente tal en el café, y así lo hicimos. Debo decir que entonces no supe que el amabilísimo hombre ciego era Jorge Luis Borges, de quien no había leído nada. Sólo lo recuerdo ese día como a un hombre esencialmente cálido y bien predispuesto, de buen humor. Al igual que lo era ella, quien no tardó demasiado, integrándose al volver en nuestra mesa al instante. No recuerdo en absoluto de lo que se habló. Seguramente sólo me limitaba a escucharlos. Sin embargo, me parece haber dicho algo que les causó gracia porque los recuerdo riendo; en todo caso la situación fue de lo más natural. Ella no tomó nada y él se apresuró en pagar la cuenta de nuestros cafés. Luego, sin mayor prisa, nos paramos, me despedí diciendo algo cordial, ella tomó al hombre ciego de la mano, que a todo asentía, y siguieron caminando. Borges, era obvio, se notaba encantado en presencia de ella, a quien sólo volví a ver varios años después. Quizás, ahora pienso, es posible que Borges me aceptara sin más por el solo hecho de haber mediado, fortuitamente, María Luisa. El caso es que, uno o dos días después, vi nuevamente a Borges: estaba despidiéndose de alguien en la entrada misma de la Galería del Este por Maipú, luego comenzó a andar, solo, atravesé y me acerqué a él. Al saludarlo retuvo mi mano entre las suyas unos instantes, que era uno de sus gestos característicos cuando saludaba a alguien, luego lo acompañé a comprar algo, para de regreso pasar al Café del Este donde conversamos mucho rato. Luego lo dejé en su hogar, donde me invitó a entrar y conversamos otro tiempo no corto, lo que ocurriría no pocas veces durante los años que viví en Buenos Aires. Borges me hizo, sin duda, más civilizado. A mi abuelo, que también fue quedando ciego como un lento atardecer de verano, de niño solía leer para él, a viva voz, pasajes de la Biblia que me indicaba cada día. Y con Borges igual así se hizo costumbre, naturalmente, desde un comienzo.

   A veces ni siquiera me imaginaba cómo se debía pronunciar una palabra, pero su infinita paciencia suplía mis deficiencias. Pienso haber hecho como aprendí a leer  para un teatro de títeres que administraba mi hermano: le contaba lo que leía, sin cambiar una palabra, sólo acentuando las situaciones que narraba utilizando los sonidos normales de la voz. Algunos textos que me pedía leer, ya se los sabía de memoria, y a ratos acompañaba mi lectura con un leve susurro que ahondaba el sonido. Su madre estaba viva, era una lúcida anciana, de ojos verdes tan claros que parecían transparentes. Le encantaba que la visitaran y la frecuentaban no pocas personas. Doña Leonor no tenía el menor reparo en recibir en sus habitaciones si estaba recostada, y vivía absolutamente al tanto de lo que ocurría en el mundo.

   Borges, por su parte, era magnífico (quizás si la palabra magnífico no le molestará). A veces se mostraba consternado por alguna visita, pues llegaban a su casa gentes de todas las condiciones buscando algo, quién sabe qué, con reporteros incontables que siempre le hacían las mismas preguntas sobre un tema contingente y salían a vender la noticia, rápidos; otros reporteros de medios especializados se quedaban horas indagando a Borges por qué había escrito esto y lo otro; con el tiempo me fui dando cuenta de que en general quienes más lo cuestionaban no habían leído uno solo de sus libros, a veces ni siquiera sabían un título. El jamás le preguntaba algo a un visitante, ni por su ideología, estatura o autoridad moral para interrogarlo francamente, entre tanto, la gente apuntaba el color de sus calcetines, la forma de una uña, el aliento o el cansancio en su voz. Pero nunca estaba de mal humor, trataba a todo el mundo con cortesía y ayudaba a quienes se le acercaban. Solía dejar dinero dentro de ciertos libros que ubicaba en sitios estratégicos de la Biblioteca. 

   Decía: -Pero hombre, antes de trabajar, tome el cuarto libro de la tercera fila de tal estante. Ábralo y tome lo que encuentre en el libro... Con su ayuda me mantuve meses enteros. Un día le comenté que formalmente comenzaba a afeitarme, y él, parándose, dijo que fuéramos a su toilette, enseñándome a rasurar como lo hacen los ciegos: por el puro tacto y sin error de corte alguno. Unas semanas después lo acompañé a comprar una rasuradora eléctrica, que eran aún una novedad; visitamos varias tiendas hasta encontrar la mejor. El compró dos y pidió que las envolviesen aparte. Cuando salimos del negocio, entregándome una, dijo: -Pero hombre, no querrá que yo cargue "su" máquina... otra vez lo acompañé a comprarse un traje, y me regaló un par de zapatos que durante mucho tiempo se convirtieron para mí en una especie de amuleto.

   Borges es muy condescendiente, y en su casa solía recibir gentes planteándole los asuntos más diversos. Una mañana llegó un matrimonio joven, y sin mayor preámbulo le comentaron que la mujer estaba enferma de cáncer; Borges se puso muy acongojado y les demostró su solidaridad. Les alentó a no dejarse vencer, asegurando que cualquier enfermedad era posible de revertir por el puro deseo de vencer, y con la ayuda de la ciencia, con la que siempre se llevó bien; les dijo que debían reforzar el sistema inmunológico porque ese sistema patrulla el cuerpo y lo protege contra la invasión del exterior y la subversión del interior, y les insinuó que trataran con una máquina de descompresión, pues él suponía que cualquier virus o microbio mortal ejerce su acción también apropiándose del oxígeno de la sangre, que es el fenómeno que afecta a los hombres que trabajan bajo el mar cuando suben muy  deprisa a la superficie;  salimos a la terraza y nos enseñó a todos a respirar a pleno pulmón, cortésmente a la mujer indicó que cualquier enfermedad terminal era el cuerpo atacando a sus propios tejidos por una orden de la mente misma del enfermo, donde se encontraba, más que en ninguna otra parte, la cura al mal. En verdad, pienso que nadie se iba vacío de la casa del bibliotecario de Babel. En cierta ocasión llegó un amigo de Borges que le traía a su hijo.

   El niño a todas las preguntas tenía respuestas ocurrentes, y demostró saber el nombre de la capital de cualquier país que le nombraran, entre las cuales se incluían las naciones nuevas africanas de la época. Borges estaba muy entretenido, y luego que se fueron, salimos a comprar varios atlas geográficos de última edición, y leímos detalladamente la información sobre ciertas regiones del planeta; las principales islas, los océanos y mares, los mayores ríos, lagos y estrechos, las principales alturas de la tierra y sus zonas más planas; las mayores profundidades, archipiélagos, cordilleras, estepas, selvas, desiertos; hicimos una especie de plano de ciertos lugares que le interesaban por sus características, ubicados de acuerdo a sus meridianos y paralelos, trabajo que nos llevó varias semanas. El cree que un buen escritor no necesita haber estado en un sitio para escribir de él, es más, le es perfectamente posible escribir sobre sitios en los que nunca ha estado nadie ni se sabe nada en los mapas.

   Además de su propio trabajo como escritor, hacia 1973 Borges ocupaba su tiempo en cosas que esencialmente lo hacían feliz. No le agradaba sobre manera el teatro, por ejemplo, pero nunca dejaba de frecuentar las salas de cine;  le  acompañé‚  varias   veces,  en  especial  a   un pequeño cine-arte ubicado en un subterráneo en la calle Florida, donde las funciones comenzaban a las diez de la mañana. En 1973 y 1974, por lo menos, en ese cine bonaerense programaron varios ciclos de películas cuyos títulos insinuó Borges. Resultó que cuando llegábamos, cada vez que el maestro Borges iba a comprar las entradas, se negaban a recibir pago alguno. Me percaté de que era el administrador quien, discretamente, ordenaba tal medida, pero no se atrevía a acercarse. El mismo, por su parte, no comentaba nada al respecto. En la primera oportunidad que el hombre se acercó a saludar a Borges, indicó que su proceder era una manera de agradecer por los libros que escribía. Borges consideró que, entonces, no debía cobrar a las enfermeras, a los vendedores, a cada trabajador que llegara al cine, porque, en su medida, cada uno aporta con lo que hace. Para terminar, llegaron a un acuerdo: a cambio de las entradas, Borges mismo le programó varios ciclos de cintas que vimos con gran regocijo: la "programación" consistía en que él me dictaba lo que sería entretenido que se proyectara; por mi parte, religiosamente le llevaba al administrador las notas y, a medida que éste conseguía las cintas, así eran exhibidas. Vimos allí varias películas de Greta Garbo: Anna Kareninna, Ninotchka, Reina Cristina, Anna Christie, que, decía Borges, fue el mejor trabajo que ella hizo porque el guion estaba basado en una obra de Eugene O'Neill, además de ser la primera cinta sonora de Garbo... la vimos en Susan Lenox; Mata Hari; María Waleska...  En cierto ciclo "Del Doble", como él lo nombró, conocí películas como Metrópolis, de Fritz Lang, y la saga de Frankenstein, a partir de la cinta de James Whale, que en La novia de Frankenstein llega a recrear la historia fenomenal ocurrida una noche en que se reúnen Lord Byron, el poeta Shelley y Mary Shelley...

   También de Whale, vimos El hombre invisible, sobre el relato de H.G. Wells, que encantaba a Borges. Y El Gólem, de Henrik Galeen, la historia del poderoso monstruo nacido desde el barro, propia de los países nórdicos, que era una cinta muda inspirada en el libro del mismo nombre de Gustav Meyrinck que lo impresionara en su juventud: él pensaba que un ciclo mudo debía incluir a los pioneros, a los hermanos Lumière, a Georges Meliès ("que introdujo el relato filmado"), a David Wark Griffith... de quien el administrador del cine, un día, con gran orgullo exhibió a Borges Enoch Arden, del hermoso poema de Tennyson al que posteriormente habían agregado la voz de John Barrymorre, y que Borges decía de memoria. A Edwin S. Porter, otro de los pioneros mudos, Borges, con justicia, lo consideraba el creador del western, a partir de El gran asalto al tren. De todas las historias que narra el cine, diría, es el western, justamente, lo que más atrae a Borges: y posiblemente ese pequeño cine-arte perdido en el centro de Buenos Aires haya sido pionero en anunciar en cartelera obras clásicas a cintas del oeste, como Ley y Orden, de Edward L. Cahn, que inicia la saga del sheriff Wyatt Earp; La diligencia, de John Ford; A la hora señalada, de Fred Zinnemann; Río Bravo, de Howard Hawks, todas historias de hombres que no se conduelen de su propia muerte.

   Y fue también mi primer contacto con cintas de Laurence Olivier sobre temas de Shakespeare, Hamlet, El Rey Lear, que Borges acompañaba en ciertos pasajes musitando quedamente los parlamentos. De La Dama de las Camelias, de George Cukor y basada en el texto de Alejandro Dumas, Borges susurraba a Greta Garbo todas las partes de Armand Duval, que también sabía de memoria...

   A veces, cuando llegábamos, la función ya  había comenzado;  veían a Borges, encendían las luces, esperaban a que tomara asiento y reiniciaban la cinta desde el comienzo. También íbamos a los cines de la calle Lavalle, y cuando se estrenó en Buenos Aires con gran revuelo El exorcista, fuimos con curiosidad a verla al cine Rex sobre Corrientes. Asimismo, vimos en ese tiempo La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, y 2001 Odisea del Espacio. No le molestaba en absoluto que la gente comiera o hiciera ruido mientras duraba la proyección, él mismo solía comprar alguna golosina antes de entrar y a ratos conversaba normalmente sobre una escena que se proyectaba, o anunciaba alguna que iba a venir que era de su especial interés. Le causaba gran placer el cine, aunque ya no viera las imágenes asistía a las salas tanto como podía. Para Borges entrar a la sala oscura era como entrar en contacto con un ser vivo. Luego de terminada la proyección, se mostraba nostálgico, absorto, furioso, risueño o estremecido, pero siempre fascinante. En ocasiones el público aplaudía cuando él entraba a un recinto.

   En su vida diaria, Borges tiene una extraña cualidad de apaciguar a las personas con su sola presencia. Cuando le asaltaba algún recuerdo doloroso, simplemente lloraba, y con la misma naturalidad dejaba de hacerlo. Sus ojos muy claros, quién sabe por qué presentimiento, siempre se dirigen al interlocutor, de tal modo que en su presencia uno olvida que Borges está ciego. El buscó a Dios y encontró su propio reflejo en el recuerdo de un espejo, encontró una abismal pluralidad, vislumbró a otro Borges reflejado en otro Borges ad infinitum. Le divertía poder ser muchos a la vez, por esto, quizás, fue que se dedicó a las letras, aunque temía a veces no ser ninguno de cuantos era capaz de reflejar. Solía decir este cuento que narro como recuerdo:

   En un gran banquete en cierto país monárquico, cada cual estaba sentado según su jerarquía, aguardando la aparición del rey. En eso entró Borges, un hombre común, de aspecto mísero por su ceguera y sus años. Sin embargo, fue a sentarse en el trono del rey. Su actitud desconcertó a todos, pero nadie atinó a hablar, excepto el Primer ministro, quien, obviamente, no era lector de Borges, pues secamente le ordenó identificarse.

   ¿Era un embajador? No: más. ¿Era un ministro extranjero? No: más. ¿Era un enviado del rey? No: más.

   -Más alto de quienes he nombrado, sólo está el rey -dijo irónico el Primer ministro-. ¿Es usted, acaso, el rey?

   -No; por encima de él.

   -¿Es entonces Dios? -preguntó ciertamente molesto.

   -Estoy aún más allá -respondió Borges.

   -¡Nada hay más allá de Dios!

   -Yo soy esa nada -terminó.

   Al viejo Borges le agrada salir a recorrer librerías, con cualquier pretexto. Le gustan los libros con formato pequeño y le divierte adivinar el color de las portadas: siente especial predilección por las amarillas. Come muy sobriamente, sopa de sémola, ensaladas verdes, ravioles a la manteca, en general comida italiana sin carne, yogurt o cremas livianas, pan con trocitos de queso gruyere, y agua natural. No fuma y bebía, a lo lejos, un poco de ginebra. También solía citar a veces al Disipador de las Dificultades:

   Había una vez, a menos de mil cuadras de aquí, un hombre pobre que era leñador, viudo, que vivía con su pequeño hijo. Todos los días iba a cortar leña, que traía a su casa y ataba en haces. Comía algo y caminaba hasta el mercado más cercano, donde vendía la leña y luego regresaba. Un día, al volver ya tarde a su casa, el niño le dijo:

   -Padre, a veces deseo tener mejor comida, más cantidad y diferente.

   -Muy bien mi niño -dijo el leñador-, mañana me levantaré más temprano que de costumbre, iré más lejos en las afueras donde hay más leña y traeré una cantidad mucho mayor que la habitual. Llegaré a casa más temprano y así podré atar la leña más rápidamente y luego iré a venderla para que tengamos más dinero. Te traeré cosas ricas para comer... A la mañana siguiente, el hombre se levantó antes del alba y se fue en dirección a unas montañas. Trabajó duramente cortando leña, juntando un enorme haz que acarreó sobre su espalda hasta la pequeña casa. Cuando llegó, todavía era muy temprano. Puso la carga en el suelo y golpeó la puerta diciendo:

   -Hijo, hijo, abre la puerta que tengo hambre y necesito comer algo antes de ir a vender la leña.

   Pero la puerta continuó cerrada. El pobre hombre estaba tan cansado que se acostó a un lado de la casa y pronto se quedó dormido junto a la leña. El niño, como había olvidado la conversación de la noche anterior y era un soñador, estaba profundamente dormido. Cuando el hombre despertó, unas horas después, el sol ya estaba alto. Golpeó nuevamente la puerta y dijo:

   -Hijo, hijo, ven y ábreme, debo comer algo para ir sin hambre a vender leña. Es ya mucho más tarde que los otros días...

   Como el niño había olvidado el acuerdo, mientras tanto, se había levantado y había salido a caminar. Suponía que su padre estaba todavía vendiendo la leña, y dejó la casa cerrada. Fue así que el leñador se dijo: "Ya es demasiado tarde para ir a vender la leña. Iré y cortaré otro haz de leña, que traeré a casa y mañana tengo doble carga para llevar al mercado."

   Trabajó duro ese día cortando leña y dando forma a la misma. Era de noche cuando llegó de vuelta con la leña sobre sus hombros. Puso el nuevo atado detrás de la casa, golpeó la puerta y dijo:

   -Hijo, hijo, abre que estoy cansado y no he comido en todo el día. Tengo doble cantidad de leña que espero vender mañana. Debo dormir para descansar...

   Pero no hubo respuesta, pues el niño, como sintió mucho sueño al regresar a su casa, comió algo y se fue a la cama. Al principio le preocupó la ausencia de su padre, y se tranquilizó pensando e imaginando cuestiones maravillosas, hasta que cayó profundamente dormido. Nuevamente el hombre, al ver que no podía entrar en su casa, cansado y hambriento, se acostó al lado de la leña y de inmediato se quedó dormido. Le fue imposible permanecer despierto pues su cansancio era tremendo. Pero abrió los ojos muy temprano, preocupado de no saber de su hijo, quizás si hasta le había ocurrido algo.

   Era tan temprano, aún antes de que hubiera luz, que miró a su alrededor y no pudo ver nada. Tenía frío y hambre. Cuando  se  paró  para ir a abrir  la  puerta a como diera lugar, entonces ocurrió algo extraño. Le pareció escuchar una voz que decía:

   "Rápido, rápido ven aquí, deja tu leña y tus preocupaciones, ven y sígueme. Si lo necesitas mucho y realmente lo necesitas y no lo deseas, tendrás lo que quieres. Ven y sígueme".

   El hombre oyó muy claro y caminó en dirección hacia donde venía la voz. Anduvo, anduvo y anduvo, pero no encontró nada. Entonces sintió más frío y hambre que antes, estaba cansado y además se había perdido. Tuvo muchas esperanzas pero eso no parecía haberlo ayudado. Ahora se sintió triste, pero se dio cuenta que eso tampoco le ayudaría.

   Ya era muy de noche y se recostó a la entrada de una gruta, pero no podía dormir. Entonces se le ocurrió relatarse a sí mismo, como si fuera un cuento, todo lo que había ocurrido después de que su hijo había pedido más comida. Tan pronto como terminó su historia, escuchó nuevamente la voz, en la entrada de la gruta, como saliendo del amanecer que comenzaba a envolverlo todo. La voz dijo:

   -Pobre hombre leñador, hombre leñador, ¿qué haces?

   -Estoy contándome mi propia historia -respondió.

   -¿Y cuál es?

   El leñador repitió su narración, casi sin olvidar detalle, como es lo usual en los hombres que viven en esos lugares.

   -Muy bien -dijo la voz, y a continuación le indicó que cerrara los ojos y bajara un escalón hacia la gruta.

   -Pero yo no veo ningún escalón -dijo el hombre.

   -Hay un escalón -afirmó la voz-. Si no lo ves, no importa. El hecho es simple: el que tú no veas el escalón, no significa que el escalón no existe. Ahora -ordenó- Haz lo que te digo. Imagina que hay un escalón y baja un paso. Y no abras los ojos hasta que yo te lo indique.

   El hombre hizo según las instrucciones. Tan pronto hubo cerrado los ojos descubrió que estaba parado y dando un paso hacia abajo con el pie derecho, sintió que había algo como un escalón debajo de él. Lentamente comenzó a bajar lo que parecía ser una escalera muy sólida, quizás de piedra, pero, de súbito, los escalones comenzaron a moverse por sí mismos, como si fueran un animal desperezándose; fue muy rápido, pues no sintió el tiempo que había pasado cuando la voz le ordenó abrir los ojos. El leñador se encontró en un lugar que parecía un río de fuego que no quemaba, miró que no se hundía y que estaba rodeado de cantidades y cantidades de pequeñas piedras de todos colores, amarillas, rojas, verdes, granates, pero parecía estar solo: miró a su alrededor y no pudo ver a nadie. Entonces oyó a la voz que habló:

   -Toma todas las piedras que puedas llevar, cierra los ojos y sube ahora los escalones.

   El leñador hizo lo que se le decía, y cuando abrió sus ojos por otra orden de la voz, se encontró de pie delante de la puerta de su propia casa. Tocó la puerta y el niño le abrió. El pequeño le preguntó dónde había estado, y el hombre le contó lo ocurrido; el niño apenas entendió lo que le decía su padre, todo le sonaba muy confuso. Entraron a la casa y compartieron lo último que les quedaba para comer: un poco de pan.

   Cuando terminaron, el hombre creyó oír nuevamente la voz, una voz como la otra que le había hecho bajar la escalera de esa gruta extraña. Oyó atentamente:

   -"Aunque tú no lo sabes, has sido salvado por el Disipador de las dificultades. Recuerda que siempre está aquí. Asegúrate que todos los jueves compartas tu pan con alguna persona necesitada, o de lo contrario harás un regalo a alguien que ayude a los necesitados. Asegúrate de hacer todo en nombre del Disipador de las dificultades, no debes olvidarlo nunca. Si tú haces esto y otro tanto hacen las personas a quienes tú cuentes esta historia, los que tengan verdadera necesidad serán ayudados. Porque el Disipador existe como todo."

   El leñador puso todas las piedras que había traído de la gruta en un rincón de su pequeña casa. Parecían simples piedras, al niño parecieron no interesarle y no supo qué más hacer con ellas. Al día siguiente llevó sus dos enormes atados de leña al mercado y los vendió muy fácilmente, a muy buen precio. Llevó a su hijo varias comidas, que él, incluso, hasta entonces jamás había probado.

   Durante una semana el hombre siguió como de costumbre. Fue a las afueras, trajo leña, comió algo, llevó la leña al mercado y la vendió. Siempre encontró un comprador sin dificultad. Llegó el jueves siguiente y el leñador refirió a su hijo toda la historia del Disipador de las dificultades, de acuerdo a lo que la voz había dicho. Esa noche, ya tarde, se apagó el fuego en casa de los vecinos. Los vecinos no tenían nada con qué volver a encenderlo y fueron a casa del leñador y le dijeron:               

   -Vecino, vecino por favor, danos un poco de fuego de esas maravillosas brasas encendidas tuyas que vemos brillar a través de la ventana.

   -¿Qué brasas encendidas? -preguntó el hombre.

   -Ven afuera y verás -le respondieron.

   El leñador salió y vio claramente toda suerte de luces que brillaban, desde adentro, a través de su ventana.

   Entró a la casa y vio que la luz salía del montón de pequeñas piedras que había colocado en un rincón. Pero los rayos de luz eran fríos y resultaba imposible emplearlos para encender fuego, así que salió y dijo:

   -Vecinos, lo lamento, no tengo fuego -y cerró la puerta. Los vecinos se sintieron molestos y sorprendidos y regresaron a su casa enojados. Ellos veían fuego y el fuego les era negado, y no volverían a dirigirle la palabra al leñador. Por lo mismo, aquellos abandonan nuestra historia.

   El leñador y su hijo taparon las brillantes luces con cuanto trapo encontraron, por miedo de que alguien viera el tesoro que tenían. A la mañana siguiente, al destaparlas, descubrieron maravillados las piedras preciosas. Una a una, fueron llevándolas a las ciudades de los alrededores, donde las vendieron a un enorme precio. El hombre resolvió entonces construir una espléndida casa para él y su hijo. El lugar elegido quedaba frente al castillo del rey de su país, donde poco después tomó forma un magnífico edificio que en nada era inferior a un verdadero palacio. Ese rey tenía un hijo, que al despertar una mañana vio un palacio que parecía de cuento de hadas frente al de su padre, y quedó muy sorprendido.

   Preguntó a su servidumbre:

   -¿Quién ha construido ese palacio? ¿Con qué derecho hacen algo así ten cerca de nuestro castillo?

   Los sirvientes salieron a investigar y al regresar le contaron al príncipe la historia, hasta donde pudieron saberla. El príncipe, entonces, mandó llamar al hijo del leñador, pues estaba muy enojado y pensó que con un niño como él podía descargar su ira; pero cuando los dos niños se conocieron y hablaron, pronto se hicieron buenos amigos. Se veían todos los días e iban juntos a nadar y a jugar a un arroyo, bellísimo, que había sido hecho para el príncipe por su padre. Algunos días después del primer encuentro, el hijo del rey se quitó una valiosa y bella gargantilla y la colgó en la rama de un árbol próximo al arroyo.

   Pero olvidó llevársela y al llegar a su castillo pensó que la había perdido. Luego, recapacitando, decidió que el hijo del hombre leñador se la había robado. Se lo dijo al rey, quien hizo arrestar al hombre, confiscó su propiedad que parecía un palacio y le embargó todos sus bienes. El leñador fue puesto en prisión y su hijo internado en un orfelinato.

   Como era costumbre en el lugar, después de cierto tiempo, el hombre fue sacado de su celda y llevado a la plaza pública, donde se lo encadenó a un poste, con un letrero alrededor del cuello que decía:

"Esto es lo que ocurre a aquellos que roban a los reyes".

   Al principio, la gente se reunía a su alrededor, burlándose de él y tirándole cosas. Él se sentía muy desdichado. Pero como es común, pronto se acostumbraron a ver al hombre encadenado al poste y le prestaban cada vez menos atención. A veces le tiraban restos de comida, a veces no. Un día escuchó decir a alguien que era jueves. Al instante, llegó a su mente el pensamiento de que era el día del Disipador de las dificultades, y que, como es común entre los hombres, había olvidado conmemorar desde hacía mucho tiempo. Tan pronto como este pensamiento llegó a su mente, un hombre caritativo que pasaba le arrojó una pequeña moneda. El leñador lo llamó:

   -Generoso amigo, me has dado dinero que para mí no es de ninguna utilidad; si de alguna manera tu generosidad alcanzara para comprar uno o dos panes y venir a sentarte conmigo para comerlos, yo te quedaría muy agradecido. El hombre caritativo fue y compró pan, se sentó a su lado y comieron juntos. Al terminar, el viejo le contó la historia del Disipador de las dificultades.

   -Creo que tú debes estar loco -le dijo el hombre caritativo, pero como era una persona comprensiva y a su vez tenía muchas dificultades, agregó:

   -Pero no veo nada malo en creer algo así -y al llegar a su casa después de este incidente, encontró que todos sus problemas habían desaparecido. Y esto le hizo pensar más seriamente acerca del hombre encadenado al poste. Ahora el hombre caritativo aquí deja nuestra historia.

   A la mañana siguiente, el príncipe volvió al lugar donde se bañaba y cuando estaba por entrar al agua, vio algo que parecía ser su gargantilla en el fondo del arroyo. Pero en el momento en que estaba por cogerla, estornudó, echó hacia atrás su cabeza y vio que lo que había   tomado por su  gargantilla  estaba colgada en la rama del árbol, en el mismo lugar en el que la había dejado hacía mucho tiempo. Tomando la joya, corrió emocionado y le contó lo ocurrido al rey. Este ordenó que el leñador fuera puesto en libertad, se le devolvieran sus bienes y le ofrecieron disculpas. Sacó al niño del orfelinato y fueron todos muy felices. ¿Quisiera usted recordar algún día jueves al Disipador de las Dificultades?

   Borges nos insinuaba que en la adversidad conviene muchas veces tomar un camino atrevido, otras veces, mejor que combatir una adversidad es probar de ser feliz dentro de ella, aceptándola. En todo caso, creía que cuando se está en medio de la adversidad ya es tarde para ser cauto.

   Le entretenía contar historias en que sus protagonistas eran seres fantásticos. Podía crear y recrear una misma historia abordándola en forma diferente, inventando situaciones que siempre eran nuevas cuando las narraba. Esta historia de los tres amigos se la escuché varias veces; en ella los tres amigos podían ser tres caminantes lo mismo que tres obreros o tres saliendo de una cafetería: lo que entiendo es que son tres inmortales.

   Narro como recuerdo:

   “Hay tres amigos que recorren la tierra observando la vida. Cierta ocasión, en uno de sus viajes, encontraron a un campesino que les preguntó:

   -¿Habéis visto mi caballo?. Lo he perdido.

   -¿Es ciego de un ojo? -inquirió el primer amigo.

   -Sí -dijo el hombre.

   -¿Le falta, acaso, uno de los dientes delanteros? -preguntó el segundo amigo.

   -Sí, sí -respondió el hombre.

   -¿Es cojo de una pata? -averiguó el tercer amigo.

   -Así es -respondió el campesino.

   Los tres amigos aconsejaron al buen hombre que caminase en la misma dirección que ellos habían seguido hasta allí, pero en sentido contrario, y podría esperar encontrarlo. El hombre se apresuró a seguir el consejo. Pero no encontró el caballo. Se dio prisa entonces en regresar, para entrevistarse una vez más con los viajeros observadores para que le dijeran qué hacer. Los encontró al atardecer, en un lugar donde descansaban:

   -¿Carga su caballo de un lado miel y del otro maíz? -le preguntó el primer amigo.

   -Así es -respondió el hombre.

   -Ignoramos dónde está -dijo el tercer amigo.

   Pensó el hombre campesino, y llegó al convencimiento de que los tres amigos le habían robado su caballo, su carga y su jinete, y los demandó ante el juez, acusándolos de ladrones.

   El juez consideró que había causa para desconfiar de ellos, y los detuvo como sospechosos de robo, para llevar a cabo las consiguientes diligencias que confirmase su culpa o los absolviera de ella.

   Algo más tarde, el campesino encontró al animal vagando por  el campo.  Regresó a la corte  y pidió que los tres viajeros fuesen puestos en libertad. El juez, que no les había dado hasta el momento oportunidad de justificarse, preguntó ahora cómo podían saber tanto del caballo, no habiéndolo siquiera visto.

   -Vimos las huellas de sus pisadas en el camino -dijo el primer amigo.

   -Una de las marcas era más débil que las demás, por lo que deduje que era cojo -dijo el segundo amigo.

   -Había mordisqueado los matorrales de un solo lado del camino, y por consiguiente, tenía que ser ciego de un ojo -dijo el tercer amigo.

   -Las hojas estaban rasgadas -continuó el primero-, lo que indicaba que había perdido un diente de los delanteros.

   -Abejas y hormigas, en diferentes lados del camino, se amontonaban sobre algo depositado en él. Vimos que era miel y maíz -explicó el segundo.

   -También encontramos algunos cabellos humanos largos que nos hicieron pensar que eran de mujer. Y estaban precisamente donde alguien había detenido el animal y se había apeado -declaró el tercero.

   -En el lugar donde la persona se sentó, observamos huellas de las palmas de ambas manos, lo que nos hizo pensar que había tenido que apoyarse, tanto al sentarse como al levantarse, y por ellos dedujimos que debía estar embarazada, y francamente en un período muy avanzado de gravidez -continuó el primero.

   -¿Por qué no solicitaron ser oídos por mi para presentar estos argumentos en defensa propia? -dijo el juez.

   -Porque contamos con que el campesino seguiría buscando y no tardaría en encontrar la bestia -siguió el segundo-. Y que se sentiría suficientemente generoso como para reconocer su error y solicitar nuestra libertad.

   -También contamos con la curiosidad natural de los hombres, que llevaría al campesino a investigar -dijo el tercero.

   -Descubrir la verdad por sus propios medios sería más benéfico para todos, que si nosotros insistiéramos en que se nos había tratado con impaciencia excesiva -continuó el primer amigo.

   -Sabemos por experiencia, que es mejor que la gente llegue a la verdad a través de lo que piensa por voluntad propia -dijo el segundo amigo del camino.

   -Ha llegado la hora de que nos marchemos, porque nos espera una labor que  debemos llevar a cabo  -terminó el tercero.

   Y siguieron el destino que se habían marcado. Todavía se les encuentra a veces por los caminos de la Tierra. ¿Quiere usted repetir esta historia y ayudar así al trabajo de los tres amigos?”.

   Los últimos libros publicados por Borges son El libro de arena (Ed. Emecé, 1975); La rosa profunda (Ed. Emecé, 1975); Prólogos (Torres Agüero Editor, 1975: "Creo que se ha tomado muy en serio mi posibilidad de prologar la obra de otros escritores. Creo que los prólogos no deben considerarse como parte de mi obra en prosa, ya que son en cierta manera una forma de gentileza. Los prólogos son como los hábitos de buena crianza  de un escritor  que otros aceptan como consagrado, algo que, por cierto, nunca he acabado de entender. De modo que para mí tienen valor las obras que he prologado y no los prólogos que he hecho. Por eso me parece absurdo que se lleve una estadística de los prólogos que he hecho, no tienen ninguna importancia").

   En 1975 publica La moneda de hierro (Ed. Emecé). Luego: Rosa y azul (Ed. Sedmay, España, 1977); Historia de la noche (Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1980); La cifra (Alianza Editorial, España, 1981); Nuevos Ensayos Dantescos (Ed. Espasa Calpe, España, 1982); 25 de agosto de 1983 y otras narraciones (Ed. Siruela, España, 1984); Los conjurados (Alianza Editorial, España, 1984). Ha publicado dos antologías de sus obras: Antología Personal (Sur, 1961) y Nueva Antología Personal (Ed. Emecé, 1968). En la generalidad de sus bibliografías casi no se citan títulos como Los Kennigar (Ed. Colombo, 1933); Aspectos de la literatura gauchesca (Ed. Números, Uruguay, 1950); Macedonio Fernández (Ed. Cultura Argentina, 1961). En 1947 publicó Nueva Refutación del Tiempo (Ed. Oportet et Haereses), que luego vuelve a publicar en Otras Inquisiciones.

   Sus obras en colaboración incluyen las que realizó con Adolfo Bioy Casares: Seis problemas para don Isidro Parodi (Sur, 1942); Dos fantasías memorables (Ed. Oportet et Haereses, 1946);  Un modelo para la muerte  (Ed. Oportet et Haereses, 1946); Los orilleros/El Paraíso de los creyentes (Ed. Losada, 1955); Crónicas de Bustos Domecq (Ed. Losada, 1967); Nuevos cuentos de Bustos Domecq (Ed. Emecé, 1979). Con Betina Edelberg publicó en colaboración: Leopoldo Lugones (Ed. Troquel, 1955); con Margarita Guerrero: Martín Fierro (Ed. Columbo, 1953); Manual de zoología fantástica (Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1957. En 1967, Editorial Kier publicó una edición aumentada de esta obra como El libro de los seres imaginarios). Con Delia Ingenieros, escribió Antiguas Literaturas Germánicas (Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1951). Con Alicia Jurado: ¿Qué es el budismo? (Ed. Columbia, 1976). Con Luisa Mercedes Levinson: La hermana de Eloísa (cuentos, Ed. Ene, 1955). Con María Esther Vásquez: Literaturas Germánicas Medievales (Ed. Falbo, 1965) e Introducción a la Literatura inglesa (Ed. Columbia, 1967).

   Nunca a Borges le ha abandonado el sentido de la medida. Por eso no ha escrito una novela, porque siente una desconfianza instintiva ante los absolutos. Quizás es esta la razón que tiene para desconfiar de Dios: tal perfección lo horroriza. Y optó por las formas mesuradas. Fiel a esta estética ni siquiera intentó escribir un poema demasiado extenso. Curiosa singularidad: los intentos literarios característicos de quienes  sobresalen  como escritores en el siglo XX, están animados por una ambición desmedida. Mientras, Borges es la contraparte (en América, que se sepa, en esta cualidad sólo se le equiparan María Luisa Bombal y Juan Rulfo, con obras reducidas pero espléndidas). Sus textos tienen, en su reducción, la gracia de los seres vivos, de lo que brota naturalmente armónico y ofrece una visión única e inimitable de la naturaleza, como espléndido regalo al hombre inmortal arrodillado ante el tiempo que dura una vida, vencido por la incógnita de la muerte. Son textos vivos también porque están envueltos en el misterio de la sangre, en los apetitos y obsesiones del amor y sus eternas y universales manifestaciones, sin embargo, únicas. La misión del escritor, que ha de tenerla, es sacar de las tinieblas la luz, es hacer explotar, con el brillo de diez mil soles, lo que está apagado en la zona oscura del ser. Y Borges lo recordó: su obra habla de la antigua sabiduría de ser a un mismo tiempo lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos, de ser, juntamente, la primavera, el otoño, el invierno y el verano de la vida.

Waldemar Verdugo Fuentes